El primer signo de reverencia para darle la bienvenida a alguien importante no es hacerlo sentir como en casa. Tampoco derrochar grandes cantidades de dinero para brindarle un buen festín. Lo primero que hay que tener en cuenta es el momento de su llegada. No importa la hora, ni siquiera la situación; lo importante es estar pendiente cuando el invitado se acerque para ir estudiando cada uno de sus movimientos y saber qué espera del lugar al que llega. Extraño gesto de la cultura irlandesa.
Son las cinco de la mañana. En la calle, un hombre en su Volvo hace sonar el claxon. Todavía no hay luz natural. Es mi turno para salir de la casa de huéspedes y luego introducirme en el auto azul. Hemos emprendido el camino hacia el puerto de Cork, Irlanda, el mismo que despidió por última vez al trasatlántico más recordado en la época actual.
El auto es conducido por Patrick, el príncipe despojado. Esta vez no hay tiempo para lamentaciones acerca de tronos robados ni de terrenos usurpados. Su padre viaja en el asiento del copiloto. En realidad el auto es del padre. Si se trata de despojos, el príncipe es ahora el que toma lo que no es suyo. La carretera luce vacía. Por más de veinte minutos el automóvil en el que viajo es el único que transita.
Los primeros destellos de luz van apareciendo. El príncipe intenta localizar en su iPhone el primer punto en el que se vislumbrará la llegada de la reina. Una vez encontrado, busca en su GPS para cerciorarse de que el auto va en el mismo camino. El GPS ha ubicado ya el mismo punto, nos indica que estamos a dos kilómetros aunque al trasladarlo a dimensiones asfálticas nos conduce por una carretera demasiado estrecha. Algunos arbustos rayan el auto, aunque eso no es importante para el príncipe. Después de cinco minutos hemos dado con el lugar.
El mar está quieto. Para tener una mejor visión de él hay que acercarse por un camino que en el trayecto está rodeado de una decena de casas. Aquellos hogares albergan a gente rica. Es verano: los habitantes lo viven muy bien, tanto que en una de esas casas hay una ventana abierta. Es la ventana que da hacia el comedor. Se observan un jugo de naranja artificial, un plátano a medio terminar y unos calcetines de bebé. En el jardín de la siguiente casa hay una mesa con platos llenos de comida a medio terminar. ¿Será que la vida es más fácil cuando se vive junto al mar? Este extranjero no lo sabe ni tampoco tiene mucho tiempo para pensarlo pues el grito del príncipe lo invoca.
Come here… Quick! Él se halla detrás de un pequeño campo cercado. Es mi turno para brincar la pequeña cerca. Me cuesta trabajo pasar los pies por los alambres de aquélla. Doy el primer paso en el pasto y mis pies se sumergen: dos pasos y siento cómo los calcetines se mojan; al tercero los tenis ya están empapados por completo. Vienen a mi mente las tardes de lluvia al salir de la primaria; aquellas en que lo único garantizado era el cambio de color de los calcetines blancos a café oscuro, además del par de zapatos secándose en la cochera durante la noche. Ahora no hay tiempo para ver el color de los calcetines. El padre del príncipe es el último en brincar la cerca. A pesar de sus 71 años lo hace más rápido que yo.
Do you see that point? It’s the queen. No se ve nada en realidad. Pero antes de ver hay que estar seguros de que se tiene con qué ver. Tengo que colocar el tripié para poder hacerlo. Según la regla de la excelencia: este soporte debe hacer coincidir una burbuja justo en su centro. Todo esto ubicado en un pequeño círculo, por debajo de donde se inserta la cámara. De ese modo la perspectiva del horizonte quedará completamente recta o como el ojo humano la debe percibir. Con todo y horizonte equilibrado aún no se ve nada, ni rastro de una indumentaria blanca.
En el mar vagan las lanchas que han de guiar a la reina en su camino hacia Cobh. Hasta el faro que por las noches guía a los barcos está muerto. It’s coming, it’s coming… here it comes. Dice el príncipe con una gran sonrisa. Como aquel hombre que ha descubierto una tierra nueva. Ríe como si fuera un explorador solitario. Y en cierto modo así es. No hay nadie más tratando de atestiguar la venida de la reina. Incluso su padre al verse despojado de las llaves de su automóvil se distrae jugando con un par de perros.
Por fin se presenta la reina. Se ve más grande de lo que parece. Las lanchas que hace rato vagaban ahora se mueven en círculos, como hormigas desesperadas que buscan un refugio con miedo a morir aplastadas por semejante cosa. La cámara la capta mejor. Se mueve lenta, pausada. Cansada de haber recorrido ese camino por mucho tiempo. Ahora ya se ve más grande. El sol deja apreciar su blanca esencia. No tiene problemas para seguir el camino.
Todo marcha bien. La cámara está grabando su primer acercamiento. Los perros juegan con la boina del padre mientras la cabellera de éste va dejando un desquiciante olor a cebo. El príncipe sigue riendo. La reina avanza y mis pies están completamente mojados. Enough! Así como acaban los recuerdos, también ha acabado este momento de realización. De golpe. Porque el príncipe así lo quiso. Es momento de desarmar el equipo. El horizonte está otra vez vacío. Sin reina ni burbuja que lo muestre en estado cabal.
El auto de nuevo en movimiento, el rey conduce. Ahora la boina del padre está en el asiento de atrás, justo a mi lado. Ésta luce la baba seca de los perros aunque no produce olor alguno. El cebo sigue ahí, el olor se ha esparcido por todo el automóvil. No es tan malo, después de todo la sensación de ir a casa con la meta alcanzada si bien no es placentera, sí es reconfortante. Alto. No vamos a casa todavía. Aún nos falta un segundo intento con la reina.
La rutina es la misma. Revisar el iPhone, localizar en el GPS para terminar maniobrando en la carretera. Ahora me pregunto si en épocas pasadas los reyes utilizaban la misma técnica para intentar conquistar nuevos terrenos. Aunque a veces, por repetitiva, los llevara a la derrota y a la consecuente pérdida de tierra. Tal vez había quienes no estaban de acuerdo con la manera en la que eso se hacía. Eso mismo sucede ahora. El príncipe discute con el rey acerca de llegar a tiempo para conseguir lo más importante. Lo que alcanzo a apreciar es este extracto de la discusión:
—Just look at the GPS and hurry up.
—I try to drive as fast as I can —contesta el padre con voz de molestia.
A pesar de eso hemos llegado a tiempo para el segundo contacto. La ciudad de Cobh luce tranquila. El sol ya está mostrando su luz en su totalidad. Algunos habitantes practican jogging en las calles mientras voltean para contemplar la quietud del mar.
Lo que el agua se llevó
Quizá no hay otro sitio que albergue catástrofes como Cobh, antiguamente llamada Queenstown. Los malos episodios que la pequeña ciudad ha vivido se concentran en el mar: lleva el luto en su corriente. Resulta raro que ante la incipiente aparición del dark tourism esta ciudad no ha conseguido figurar en el mapa del morbo, ni siquiera como una especie de Auschwitz marítimo.
En 1845 las cosas no andaban bien en Irlanda. Subyugados por el imperio británico, los habitantes tenían que trabajar en condiciones precarias. Había mal manejo de tierras, entre ellas todas las hortalizas dedicadas al cultivo de papa. A causa de un hongo que atacó a éstas, y debido al mal cuidado, la gente comenzó a perder lo que era su principal alimento. Lo que inició como escasez, terminó como total hambruna.
En aquellos años la población irlandesa ascendía a ocho millones de habitantes. La hambruna de las papas se llevó a dos millones y medio. El puerto de Cobh despidió a una cantidad similar; la gente tomó rumbo hacia distintos países como Estados Unidos, Canadá, Argentina e incluso México. Una estatua muestra a una madre a punto de abandonar la ciudad; lo más curioso es que con todo y el frío sentimiento que una piedra puede transmitir, esa estatua refleja un semblante de tristeza no sólo en la madre, sino en los dos pequeños que lleva de la mano.
“If we hadn’t had that plague, maybe now we would be about thirty million”, asegura el príncipe, esbozando una mueca que no invita a la exactitud. Lo cierto es que con una población mayor o menor, las tragedias en el otrora principal puerto de migración de Europa no cesaron. El mar es testigo.
Mientras seguimos a la espera de la parada final de la reina, nos introducimos en la antigua estación de abordaje. Los panfletos que conmemoran el centenario del hundimiento del Titanic cuelgan de cada poste que hay dentro de la estación. Lo que antiguamente fue la taquilla de boletos ahora está convertida en una tienda de souvenires. La tragedia después de cierto tiempo se vuelve vendible, incluso hasta se disfruta. Quien se quedó con las ganas de poseer un boleto para abordar aquel trasatlántico ahora lo puede llevar en forma de placa de acero, también en una playera gris, blanca o negra; no importa cuál se escoja, la placa permitirá al turista conservar aquel boleto hasta por más de cien años; la playera le permitirá llevarlo a donde sea.
Las réplicas del Titanic se venden desde los seis euros, el tamaño es el mismo en centímetros, hasta los cuarenta euros, en la cual se puede ubicar con exactitud dónde estan Jack y Rose cuando se conocieron. Todo un lujo que cualquier amante del barco del siglo XX en su faceta más romántica no se puede perder.
Lo único que puede hacer perder la atención sobre aquel acontecimiento es el olor del pan tostado que preparan en una pequeña sala, justo enfrente de la tienda de souvenires. Así, mientras se disfruta lo crujiente del pan y la mermelada de durazno escurre de éste, es difícil imaginar que este puerto se haya encargado de darle el adiós final al Titanic aquel 11 de abril de 1912.
Keep on Waiting!
La cámara graba el mar abierto; su papel ahora es el del partero que durante cierto tiempo sólo contempla las piernas abiertas de una futura madre aunque no haya atisbo de aproximación de la cabeza del bebé. De nuevo el tripié funge como soporte para la espera antes que cualquier estado de ánimo. Incluso en el príncipe y en el rey se percibe el aburrimiento.
Detrás de nosotros hay una hilera de autobuses estacionados. Todos ellos con destinos diferentes. Dublín. Limerick. Sligo. Galway y hasta Belfast. Las luces de los faros de cada uno comienzan a parpadear. Incluso uno de los conductores hace sonar el claxon: es que ha llegado la reina.
Queen Elizabeth. Viene desde Londres. No es la Reina Isabel pero trae consigo más efusividad que la que emana de la sonrisa de la anciana. Al momento de llegar al puerto, dos hombrecillos salen de una puerta para aventar un par de sogas que otro par de lanchas atará en los puntos de anclaje. El barco intenta acomodarse durante media hora. La mecánica es la siguiente: los hombres de abajo gritan órdenes a los de arriba, éstos a su vez obedecen unas para luego ignorar otras, más aparte dictar otras cuantas. Después de ese forcejeo de voluntades el barco está completamente quieto. Se abre una compuerta y los turistas empiezan a salir. El parto ha comenzado.
Los turistas saludan al ver la cámara. El equipo de prensa y fotografía del barco capta la sonrisa del primer turista. Una mujer se dedica a entrevistar a los pasajeros mientras un hombre les ofrece la foto del recuerdo. Muchos rehúyen tales peticiones. El príncipe coloca su cámara en otro punto para luego ser perseguido por el fotógrafo. De nuevo otro forcejeo de voluntades.
Una hora después ya no queda ningún turista. Los últimos se han ido en uno de los autobuses con destino a Dublín. Nadie ha quedado satisfecho. El príncipe sin las tomas que quería. La reportera con apenas un par de entrevistas. El fotógrafo agradece la existencia del formato digital, pues si no fuera por ello se habría quedado con el rollo de película casi completo. En la calle principal, a cien metros del puerto, un grupo de jóvenes con gaitas comienza su ceremonia.
“Oh no, Lusitania”
Tal cual si se tratara de un lunes por la mañana en cualquier centro educativo de México, una escolta recibe la bandera de Irlanda mientras las gaitas suenan. Quienes han entregado la bandera son ni más ni menos que los tripulantes del barco. Tras una breve charla entre ellos comienza la andadura.
Lo que se aprecia es una extraña forma de desfile, salvo que éste es con tintes funestos. Alrededor de cien personas acompañan a la escolta y a la tripulación mientras recorren las principales calles de Cobh para conmemorar el hundimiento del Lusitania en 1915 a manos de tropas alemanas en las costas de Kinsale, no muy lejos de este lugar. En el cielo las nubes comienzan a juntarse.
En 1907 los ciudadanos del Reino Unido tuvieron un motivo más para viajar en barco. El RMS LUSITANIA se convirtió en el principal referente de transporte marítimo en aquellos años en cuanto a inmigración y turismo. Incluso el Titanic y otros barcos se dieron a la tarea de emular el equipamiento de éste. Todas estas cosas, además de ciertos secretos acerca del barco, fueron expuestas en un documental que National Geographic ha estado exhibiendo durante estas fechas en todo el Reino Unido e Irlanda. Las catástrofes también son recicladas en esta época de consumo y muerte instantánea.
Praaank! Clash! Puuum! Con el mismo estruendo que sonaron los cohetes germanos al chocar con el Lusitania, así suena la cámara al chocar con el piso. El lente se descoloca y rueda. El tripié es el único que queda colgando de los brazos del príncipe. Fucking crap! Ha cometido un fallo de principiante al querer mover la cámara sin quitarla del tripié. Sus ojos muestran pánico; seguramente el mismo que mostraron aquellos pasajeros cuando sintieron que su barco se hundía. En este caso lo que casi se hunde es la cámara con el lente. Ambos por separado, pero el mismo final.
Una vez pasado el susto viene el recuento de los daños. La cámara parece funcionar bien pero el lente no encaja como debería. Primer intento: todo está listo para volver a grabar pero el lente no entra. Segundo intento: las nubes grises comienzan a forrar el cielo, la cámara está puesta, el lente ha entrado pero se descuelga de manera instantánea. Tercer intento: ya no hay rasgos del cielo azul, las primeras gotas de lluvia comienzan a caer, el desfile luctuoso de las gaitas ya no se escucha, la gente comienza a retirarse, las aves revolotean en el cielo, el lente consigue quedarse en su lugar pero sólo si es sostenido, la cámara intenta la última toma. Oh no. Not enough light. Todo ha terminado. Imposible hacer una toma más.
Es momento de recoger el equipo. Ya no queda nadie en las calles aledañas al puerto. Sólo se escuchan los autos que están partiendo. La reina está dormida. Ya a nadie le interesa. La cámara no volverá a ser la misma, no pudo con la misión. El príncipe ha fracasado en su misión. La lluvia se descuelga: se viene otra tragedia y nadie quiere presenciarla.
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