Eran tiempos de ayuno para los cedros, chijoles y jobos, y de floración para los palos de rosa, framboyanes y jacarandas. Todavía los aguaceros daban de beber a la tierra seca y cuarteada, a los arroyos, lagunas y manantiales. Los relámpagos iluminaban las noches y los truenos rompían el silencio de siempre.
Uno de esos días, apenas se escondía el sol detrás de los cerros, llegó el nubarrón cargado de agua. Un viento meneó los árboles, palmas, arbustos y demás plantas que había en Teayo, y colmó los techos de las casas, los caminos y huertas con un tapete de hojas, flores y ramas, al tiempo que sorrajó la lluvia.
En la salida del pueblo estaba el rancho El Cabellar, de mi abuelo Dionisio, Nicho, y en la galera de horcones de chijol y techo de zacate colorado, donde se guarecía el ganado, cayó un rayo que mató dos vacas, una de ellas preñada y a punto de parir.
La tormenta cesó la mañana siguiente, y un arcoíris hizo que la gente saliera de sus casas para contemplarlo. Casi nunca se veían esas cosas en el cielo.
La galera fue abandonada y por eso casi todo el pueblo olvidó el suceso.
Treinta años después, los Murano construyeron ahí mismo su jacal. Cirilo y Heraclia tuvieron ocho hijos, y el más chico de la familia, Fermín, Minche, iba conmigo a la escuela.
Yo le dije a mi mamá que no quería ir a su velorio. Tenía miedo de ver cómo lo había dejado el rayo que lo mató.
Llegué tempranito a la escuela, como siempre, y el maestro nos dijo lo que me temía: que iríamos como grupo a acompañar a la familia. Como Teayo era chico, como sigue siendo, nos regresaron a traer flores a nuestras casas. Fue cuando le dije a mi mamá que no quería ir, pero no quiso atender mi pesadumbre. En cambio, me apuró.
Corté del solar algunos tulipanes, flores de espina, rosas de concha, estronómicas, buganvilia, limonarias y palmitas de ilusión. Llegué con el ramo a la galera de la primaria, donde poco a poco nos reunimos las niñas y niños del grupo, y en dos filas caminamos hacia el velorio.
La casa de los Murano, que todavía está, es de piso y paredes de tierra pintadas de blanco con cal, y techo tejido con hojas de un árbol que se llama mizanteco, como eran antes muchas de las casas del pueblo.
Llegamos con los huaraches gruesos de lodo y la ropa salpicada. Eran parte de los estragos de la tormenta que había azotado en la noche.
Para esas horas ya todos sabíamos que al rayo lo llamó la antena de radio que tenían enterrada los Murano adentro de la casa, y aunque todos dormían en el piso por falta de catres, el daño lo recibió el más pequeño de la familia. Tenía apenas siete años. No sé por qué Minche era el que dormía más cerca de la antena.
Don Cirilo y doña Heraclia estaban inconsolables, y sus hijos se veían pasmados, como idos. Salvo uno, Cecilio, Chilo, que por cierto estaba malito de la cabeza.
Como la muerte llegó de sorpresa, algunas personas se fueron a traer comisaria a Álamo, la villa más cercana, mientras otras cocían pan en los hornos de tierra de las familias vecinas, molían café y lo hervían con piloncillo y canela en grandes ollas de barro, quebraban maíz en metates para hacer la masa de las tortillas y los tamales, y molcajeteaban chiles y demás condimentos para el mole de guajolote.
A las niñas y niños que fuimos al velorio nos dieron arroz, frijoles y tortillas recién salidas de la lumbre. Me acuerdo como si hubiera sido ayer.
Para esas horas, don Gervasio estaba apurado haciendo la urna en su carpintería. Por fortuna, se supo después, una tarde antes había comprado dos tablones de cedro para hacer un baúl que le había encargado doña Benita. Su machete, cepillo y martillo no pararon de sonar hasta que terminó la caja.
La gente preparaba el velorio y Minche ahí, tendido en un catre, el catre que nunca tuvo en vida, con una cruz de cal en el piso, justo debajo de él, y colmado de flores. Parecía un cerro de pétalos multicolor. Las cuatro enormes velas de cera de abeja que lo flanqueaban y el humo del copal perfumaban la casa con esos dulces aromas del monte.
No pude evitarlo y lo miré. Tenía la cara descuartizada y el estómago inflado. De la impresión cerré los ojos y le di la espalda. No soporté más. Era la primera vez en mi corta vida que estaba frente a un difunto, pero voltearme fue peor, al abrir los ojos estaba frente a una pared cuarteada. ¡Era el camino que había seguido el rayo hasta llegar a Minche! Parecía un mural. Tenía la forma de un arcoíris, pero color negro con triángulos amarillos, sobre el blanco de la cal que cubría la pared de barro. Estaba como hecho con pinceles y carbones.
Llegada la tarde, el maestro nos regresó a nuestras casas, pero la gente mayor se quedó, como era antes, velando el cuerpo toda la noche. Porque antes los velorios eran un regocijo: adentro de la casa del finado las mujeres rezaban y afuera los hombres bebían aguardiente y jugaban cartas hasta el amanecer.
Al día siguiente, casi de madrugada, también fuimos como grupo al panteón para acompañar en el entierro. No olvido que Chilo fue el único de la familia que pudo llorar, hasta parecía que entendía lo que pasaba. Los demás seguían pasmados.
Una vez sepultado el niño, Chilo se aventó al montón de tierra y con las manos quería sacarlo de ahí.
Los pájaros primavera, tordos, carpinteros, cotorros y pericos se escuchaban fuerte y claro entre los árboles, como si en orquesta despidieran al angelito, porque así le llamaba la gente a los que morían siendo niños.
En el panteón, entre llantos y sollozos, las mujeres le gritaban a Chilo que se calmara, mientras algunos hombres lidiaban con la fuerza que le había brotado quién sabe de dónde.
En el pueblo ya no se tocaba son huasteco. Mi abuelo Tirso, que era el de la huapanguera, había muerto hacía mucho, y al último violinista ya ni me tocó conocerlo. Y es que sólo a los angelitos se les tocaba en su lecho de muerte, según la costumbre. Pero los Murano no tuvieron dinero para traer músicos de Álamo o más allá.
La muerte de Minche fue en la época en que mi mamá y mi papá estaban criando. Yo fui la tercera de nueve que se lograron, por eso ni se dieron cuenta de lo que había vivido, que necesitaba una curada de espanto.
Y así me quedé: espantada.
En las pláticas de los mayores ponía atención cuando se trataba de relámpagos, truenos y rayos. Aprendí que el jobo, humo manso, chote, ceiba, framboyán, cedro y otros más atraen los rayos, que es malo atajarse de una tormenta debajo de un árbol, cualquiera que sea, que los espejos atraen los rayos, en fin. Así fue como me enteré que en el lugar donde está la casa de los Murano, años antes ya había caído un rayo asesino.
Mientras Chilo buscaba a su Minche, yo buscaba la manera de enfrentar las tormentas, pero sobre todo a los rayos. Una tarde Chilo no regresó más de la milpa. Se perdió. Dicen que lo último que le oyeron decir es que no descansaría hasta llegar a donde estaba su Minche.
Pasó el tiempo, muchos hombres se habían ido y otros más habían regresado de las chicleadas de Campeche. Era lo más lejos que se iba la gente a trabajar, no como ahora que casi todos están en Estados Unidos. La temporada de seca había matado mucho ganado y muy pocas milpas dieron algo. Hacía un calor de esos que queman hasta los árboles y que ahora padecemos más seguido.
De pronto, empezaron a repicar las campanas. “¡Murió la tía Piedad!”, llegó gritando mi hermano Silverio. Fueron las señales de que volvería a ver la cruz de cal.
No me acuerdo cómo fue ese velorio, pero sí de que acompañé a mi mamá, y que cuando empezó a caer la tarde me dieron ganas de orinar. Como antes no había baño, tenía que ir a meterme al cafetal que estaba detrás de la casa de la difunta, y sentarme por ahí, donde se pudiera. Le pedí a mi mamá que me acompañara y no quiso, por ser yo “chamaca grande”. Además de que ya estaba oscureciendo, extrañamente empezó a caer una lloviznita fría, como son a veces en la huasteca. Eran tantas mis ganas de orinar que caminé hacia los cafetos ensombrecidos, con las piernas temblando, las manos apretadas entre sí y encogida de hombros. Mientras estaba sentada sobre el piso acolchado de hojas secas, tuve la ilusión de ver a la tía Piedad, así como era: bajita, morena, de pelo lacio y entrecano, trenzado hasta la cintura, ojos rasgados y pequeños.
A partir de ese momento, le tomé un inmenso miedo a la oscuridad y lo padecí mucho, porque la luz eléctrica llegó a Teayo mucho, mucho tiempo después, y las velas y los candiles no eran suficientes para alumbrarme.
Me hice señorita, pero no hubo fiesta. El maíz nunca dio para esas cosas, quizá por eso lo dejaron de sembrar por acá.
Como cada tercer día, iba por el camino de las chacas con la batea de raíz de cedro sobre la cabeza, bien colmada de ropa de mis hermanos y mía que acababa de lavar en el arroyo, cuando me enteré de la muerte de la tía Eva.
A ella la velaron con su vestido de novia, corona y velo. Hasta bonita se veía con la cruz de cal debajo. Ahí estuvo, tendida en su catre, pegada al enorme guisandero de tierra que le había heredado su suegra.
Mamá Delfina, Pina, mi abuela paterna, y yo llegamos a acompañar a la familia enseguida de que nos enteramos de la desgracia. Fue la primera vez que me amanecí en un velorio. Apenas clareaba cuando llegué a la casa. Mamá Pina allá se quedó. Mi papá me esperó en la entrada del solar y me regañó como nunca lo había hecho, porque él no me había dado permiso de amanecerme en el velorio.
Me gritó que ya no habría permisos para salir a ningún lado, ni fiestas, ni bailes, ni nada, por
tancha. “Ojalá tampoco haya permiso para ir a lavar ropa al arroyo, a traer agua al manantial o acarrear tierra para bolear el piso, el horno y la hornilla”, pensé. A lo mejor mi papá creyó que andaba de novia, porque mi pelo largo y chocoyo llamaba mucho la atención, pero yo todavía no pensaba en eso.
Yo me la había pasado al lado de mamá Pina toda la noche, admirando el atuendo de novia de la tía, escuchando la historia del viejo, enorme y hermoso guisandero de tierra, dormitando a ratos.
Esa velada me hizo mal, porque enseguida me apareció un lunar bien grande a media espalda. Dejé de comer y dormir. En las noches, veía cómo entraba la tía Eva a la casa, arrastrando la cola del vestido de novia. Primero pensaron que mi mal era el sentimiento por el regaño de mi papá, pero al no mejorar decidieron ir a traer a doña Gudelia, Gude, la curandera, para que me revisara. Les dijo que la difunta me había pisado la sombra. Que eso pasa cuando una es débil de espíritu.
Me hicieron muchos remedios, como los baños de agua tibia con siete tulipanes rojos, curadas de espanto, hasta vitaminas me inyectaron. Pareció que me curé, pero no. Porque la mancha a media espalda nunca se me quitó. Aquí la tengo.
Mi mamá tenía fe de que el temor a las tormentas, a la oscuridad y ese gran lunar se me quitaran cuando dejara de ser señorita, pero no fue así, al contrario.
Enseguida de que me casé me embaracé, pero el niño se nos murió a los ocho meses de nacido. Empezó con diarrea y con nada se la pudimos curar. Su muerte me volvió loca un tiempo. Sólo estaba en el panteón, no quería dejarlo solo, hasta pensaba en llevarle pajaritos para que le cantaran todas las mañana y las tardes.
Ahí entendí a Chilo, porque yo también quería irme lejos, buscar a mi niño, y no regresar si no era con él en brazos, con su corazón palpitando y sonriente. En las noches no podía dormir y cuando lo lograba amanecía cansada de tanto haber llorado en mis sueños, porque lo veía y no podía tocarlo, lloraba y no podía consolarlo, tenía hambre y no podía amamantarlo.
De pronto, me escapaba de la casa de mis suegros, donde vivíamos, y penaba por las calles de Teayo hasta llegar al panteón. Ni la lluvia, ni los rayos del sol lograban ahuyentarme de ahí. Nada me importaba, nada.
Pero me aferré a Dios y a la virgen María, y con el tiempo mi alma volvió a procrear. Primero un niño y cinco años después una niña. A los dos los levantamos con fe y remedios de hierbas, porque a la misma edad de mi angelito, se enfermaron. Siempre platico que una vez llegamos a casa de doña Gude con la niña bien mala. Tenía moretones en todo su cuerpecito y no paraba de llorar. El niño al verla y oírla la secundaba con su llanto. Don Gudelia le pasó una vela encendida y luego la clavó en la tierra, pero ésta se cayó y se apagó. “Mira, la tierra se la quiere llevar”, nos dijo la viejita. Por fortuna ambos ganaron la primera batalla de su vida.
Además de ser esposa y felizmente madre, me convertí en rezandera. Acompaño en todos los velorios del pueblo y sus alrededores. Es mi manera de apoyar a la familia doliente, porque yo sé lo que se siente perder un ser amado. Ofreciéndole un rosario al difunto o difunta me siento útil. Por eso siempre estoy atenta al redoble de las campanas del pueblo, que sigue siendo el aviso de que alguien murió.
Sin embargo, no olvido a mi angelito. Le lloro en silencio todos los días. Y en las noches de tormenta mi alma vuelve a su pena. Ando por toda la casa cubriendo con sábanas blancas los espejos. Pongo una botella de vidrio enredada en un trapo debajo de la mesa o en un rincón de la casa para que cese el agua.
Cuando me canso de trajinar, me siento en el filo de la cama de mi hija, luego me paso a la de mi hijo. Los veo dormir profundamente.
A ella y a él no les da miedo la tormenta, a mí sí, no quiero que la muerte me encuentre dormida.