A Ingrid


Fue directamente al estante de los diccionarios: diccionarios bilingües, etimológicos, diccionarios de regionalismos y de especialidad. También gramáticas de latín, de francés de catalán, y otros idiomas. La mano arrugada, lenta, pasa los lomos de cada ejemplar. Nocturnos ojos, soturnos. Piensa con la mirada palabras, sólo palabras. Ve colores gastados, letras en dorados añosos y ahí, en medio del arbitrario orden alfabético, el Diccionario Ideológico de la Lengua Española de Julio Casares. Ve y toca, siente el azul que identifica al diccionario único, un solo ejemplar, piensa palabras y amaga sonreír, no sonríe, ahora mira, toca, siente, ahora recuerda. Palabras.

En la librería de viejo ya conocían su mirada. Esto fue lo que escuchó Leandro, lo que imagina.

Poca gente se detiene en estos locales, choferes de legisladores fumaban afuera, pero nunca se les ocurrió entrar, mujeres apuradas que buscan mercerías con un hijo de la mano camina más rápido que nos cierran, la calle y el ruido de los automóviles, el ir y el venir y la prisa y la desatención, pinche tráfico no voy a llegar y el espérame yo te acompaño a tu casa y el vamos al Salón por una cerveza y el qué pasa mi hermano por qué tan tarde y un grupo de estudiantes de primaria corriendo no, ya no nos sigue toca de a dos chicles y una paleta y el córranle córranle que ahí viene, y el desgajarse rápido de las horas que se desbalagan con toda la premura mientras ocurre el impertérrito estar de los libros. ¿Te acuerdas que ahí me pasaba las tardes?, sonríes, Leandro, es porque te acuerdas. Ahí te encontrábamos para ir por un café, por una cerveza; te encontrábamos con los ojos rojos por el polvo. Y yo te decía que esas librerías debían de ser viejísimas, luego le pregunté a la abuela y me dijo que no tanto, que no sabía, que ella no se acordaba. ¿Hazañas de esos días, hallazgos? Qué curioso porque lo que recuerdo es eso, las Poesías completas de Francisco de Aldana. No sé quién es. Casi nadie, Leandro, yo sí, y Platón traducido por García Bacca en primeras ediciones y tan a la mano, tan barato, ¿recuerdas mis libritos de Salgari, los de Tom Sawyer, acaso recuerdas Grandes esperanzas?, sonríes maliciosamente, Leandro y yo te pido un cigarro y tú me dices sí, del cigarro,
no, de las grandes esperanzas.

Te inclinas con un fuego en la mano y mientras le doy tres, cuatro jalones, me dices que te acuerdas de mí con Lucía. Y dejo salir el humo por mi boca pensando que yo también me acuerdo de mí conmigo
y con Lucía.

Los pasos eran lentos, dados con aceptación y conformidad. Los pies, los ojos, las manos, el mismo movimiento, las sílabas de un verso, los acentos, las palabras. Todo puede reducirse a infinitivos y funcionar, Leandro, caminar, ver, tocar, claro, recordar.

La verdad no sé desde cuándo lo recordaban.

Correría de librerías con Ezequiel y Mario. ¿Tú también robabas? A veces Lucía me acompañaba, no, Leandro, a mí me entraba el miedo, acaso les servía de distracción mientras sus bibliotecas se expandían asombrosamente, se estiraban, la mía también, Lucía sí que les aprendió, es la apología del crimen me decía entre risas y abrazos, ya ves, dijo, ya ves cómo sí puedo encargarme de nosotros, yo sonreía, sonrío. ¿Por qué mi sonrisa?, porque esos libros, Leandro, después me los regalaba.

Salía del local antes de que cerraran, alguna vez la cortina ya estaba puesta y tenía que salir por una puerta incómoda que le abrían. Hasta luego, joven. Hasta luego, don, ¿hoy no se lleva nada? Nada, joven. ¿Hoy qué se lleva, don? Marco Quezada, Antología breve. Ah.

Eso se llevaba siempre, la calle en la noche vacía, el polvo de las aceras, los vapores y sabores sucios en el ámbito, las luces ámbar, las luces traseras de los autos restantes en la rutina que a esas horas ya está sofocada, el aroma de la noche: la luz, a veces con un libro bajo el brazo, con la mano en la boca para toser y la otra bien segura en el bolsillo de la chamarra azul y doblando una esquina, dos o tres cuadras más adelante, ya no se le veía.

Lo menos, dos veces por semana, lo más, diario, por semanas, meses, por años en una de ésas. Pero yo nunca lo vi, trato de buscarlo en mi cabeza y no lo encuentro en las calles de esta memoria embotada y tampoco nadie, tampoco Lucía, menos tú.

Y un día no regresó más, lo sé porque pregunté muchas veces, durante mucho tiempo, porque siempre la respuesta fue la misma, fue no, hasta que esa respuesta se transformó en un yo soy nuevo aquí, la verdad no sabría decirte, hasta que la respuesta que buscaba ya no pudo dármela nadie y entonces dejé de interrogar por ella, y en un atardecer de vientos secos con el ansia más desolada logré recuperar apenas un nombre: Álvaro, que nunca más volvió, de quien me sentí tan cercano con todo y esa lejanía incurable, de quien llegué a saber que era como parte del inventario, los dependientes bromeaban con él: El domingo hay inventario, don, véngase temprano, sonreían, él les sonreía. Sí, joven, temprano. Tomaba un libro, lo hojeaba, lo colocaba en su lugar. Yo creía que nos ayudaba, me contó uno de los muchachos. Si venía, después de cerrar no había desorden en los libreros, él arreglaba, joven, le ponía especial atención a la poesía que era donde más fácil se le encontraba. De la A a la Zeta los poetas en su lugar, los ejemplares en el año del que llegaban. ¿Por qué lo hacía? No sé, tal vez por agradecimiento, ¿quién se detiene a decirle “gracias” a un poeta por sus versos y se asombra y se queda mudo, descolocado, cuando éste le responde que no, maestro, gracias a usted por haberlos leído? Uno tiene que ser agradecido, por eso ordenaba sus libros los miércoles a las cinco de la tarde en un mundo que empezaba a quedarse sin nadie, y tal vez esos poetas y contadores intuyeron en sus lugares esos gestos y también le dijeron gracias, Álvaro, en la armonía de sus palabras le dijeron estamos bien, es bueno que no nos olvides, nosotros te cuidamos. Porque a nosotros nos entraba la flojera y ahí que se queden, mañana los acomodamos.

Y mañana y mañana y mañana, cuando él venía, al cierre, ya estaban presentables. Te digo que más los poetas. También Lucía y yo los teníamos por los preferidos. En esas repisas ancianas en que nuestro desorden interior se ordenaba. Ahí me leía unos versos, le leía otros, nos leíamos los mismos, luego en el café los recordábamos, de llevar el libro los leíamos de ahí, después le preguntaba:

—¿Éste te gustó, Marina?

Y ella:

—Sí.

Y después de los poetas a los narradores, ¿ensayistas?, no, Leandro, casi no, filósofos tampoco. ¿Por qué? No sé, supongo que por cosas que tienen que ver simplemente con la vida y ya, pero no me hagas caso, te decía de los narradores,
yo te recuerdo devorando novelas, estabas loco o en el camino de la locura, leías tres o cuatro a la vez, cinco, y cuando te embotaban para poder continuar en un tiempo que ya no reconocías,
sí, Leandro, los poemas,
como alucinado, hablando con fantasmas, con humo, eso le gustaba a Lucia, los demás te veían como si ya hubieras sido del cerebro,
sí, Leandro,
¿y aún devoras novelas, aún lees como antes, aún estás loco?,
sí, Leandro, aún.

Tal vez salimos de la escuela a las tres de la tarde; en lo que alguien esperaba el otro llega abrazando por la espalda y dice alegre ya llegué, pregunta besando ¿me extrañaste?, y en lo que compramos algún dulce, una bolsa de papas y despedirme de la persona con que estaba:
vale wey, nos vemos mañana,
mañana,
y ya los dos con sólo nosotros dos, tomar el metro, vernos, ver túneles, andenes, plenos de versos y de besos, mirar, mirarnos y mirar, transitar un beso y caminar, caminarlo y a las cuatro y media estaríamos a la entrada de la librería, paredes resquebradas, carteles de papel superpuestos, arrancados, confundibles: función sabatina de box, máscara contra máscara y tragos dos por uno baile del viernes de seis a diez con la entrada libre para niños con máscara; mensajes opacos, ilegibles en la pared, la librería de viejo y el sabor acre y tierno de las palabras y los estantes de madera, pasillos de laberinto y letreros –no tocar no clasificados no mover de esta pila–, polvo, tiempo de papel, dejar las mochilas en una paquetería improvisada. ¿Las dos juntas? Sí, por favor. Número de ficha 27 y decirnos:

—¿Cuánto dinero traemos?

Hacer cuentas, presupuestos inmediatos.

—Menos lo de los pasajes, tienes que comer, una cajetilla, ¿café?

—Sí.

—Entonces tenemos tanto.

—Entonces café no y nos alcanza para más.

Lucía se adelanta unos pasos fingiendo enojo, la alcanzo.

—Está bien, está bien, café sí.

Hasta las siete sentados, hojeando, leyendo, platicando. ¿Oye, me dejas fumar? y el empleado voltea. . Eran las horas muertas; y nosotros ensimismados en las palabras y en el último cigarro, dando cada fumada a conciencia: Oh, qué triste, cajetilla vacía. Tal vez ahí, mientras Anne Sexton por voz de ella se me desnudaba y yo escuchaba absorto, como asomado a una ventana intermitente entre imaginaria y real entró aquel hombre, nos vio en sus estantes preferidos y por falta de ganas para compartir con alguien vagó por los otros libreros, con griegos y latinos, con historiadores, con comunistas, con los narradores, y quizá algo encontró que lo retuvo, no sé, los avatares de un héroe melancólico, la caída y el surgimiento de tiempos, y sus ojos como los de Lucía y los míos no salieron de las páginas hasta que la oigo decir:

—Si te llevas este y yo este nos alcanza para el café.

Y yo:

—Está bien, pásame esos para ponerlos en su lugar.

—Sí.

—¿La ficha quién la trae?

Busco en los bolsillos del pantalón, nada, en la bolsa de la camisa, tampoco, me desespero, estoy por decir creo que la perdí y tú, Lucy te sonríes dizque enojada y dices, sacándola de tu saquito:

—Aquí está, me la diste cuando hacíamos las cuentas.

Me besas pensando distraído y recoge su cabello, respira hondo, la tomo de la mano, bajamos escaleras, pero le dije espera, quería buscar una palabra y redirigí su mano y sus pasos y pensaba diccionarios, diccionarios, un diccionario viejo, perdón, con permiso, y un hombre difuso se apartó y yo aquí, aquí, mira qué bonita la definición de una palabra en la que nunca nos detenemos: “Solicitud y advertencia para hacer alguna cosa con la perfección debida. Es asimismo la atención y el cargo de lo que está a la obligación de cada uno, en que debe desvelarse, porque de salir mal, se le ha de echar la culpa, o le puede venir daño. Vale también recelo y temor de lo que puede sobrevenir. Se llama también la persona a quien se tiene amor”. Pago los libros, porque yo te tenía amor, Lucy, entrego la ficha número 27, y tú me cuidabas, los guardo en mi mochila ¿Qué palabra es esa de la que me leíste el significado? Te digo más al rato, le doy la suya, me paso la mía por el hombro y ella:

—Vamos por tus cigarros y en el café me das mi libro.

Le digo:

—Sí. Pero le quería decir otras cosas sabes, cosas importantes… Toqué su rostro con mis dedos, Leandro, la besé mientras se sonreía y nos fuimos y aquel hombre a lo mejor nos vio tomar nuestro camino de juventud y soledad y torpeza, y entonces dejó el libro que tenía, dio unos pasos como de enorme animal fatigado y buscó al poeta que necesitaba y leyó, leyó desesperadamente, recordando de antemano los versos y versos y versos que se le revelaban por enésima primera vez en su existencia retenida, vuelta a su cauce por esa mirada lectora que se ha desengañado y que lo calma como a tantos, a tantos de nosotros desvalidos incluido tú, y todo esto por el poco tiempo que tenía gracias a que llegamos antes por una suerte extraña y que éramos, al par que él leía, pensados no sólo por nosotros mismos en la mentira de un amor en que nos escondimos de la vida sino también por él. Pero esto, Leandro, todas estas tonterías de la memoria, solamente tal vez.

Es noche y la luz la enciende, basura tirada al suelo, mucho periódico viejo, no piensa que él es su casa, una mesa de madera, un solo cuarto olvidado, una cama destendida, una ventana a un techo de lámina, las palabras y palabras, las cortinas en jirones, un anuncio de neón filtra al cuarto una luz intermitente, en las paredes no hay nada, ya conoce su desorden, pone un trapo en una escoba, hay telarañas que limpia, en la mesa algunos libros, la respiración del hombre es sonora, algunos platos mugrosos, un baño junto a la cama, lo mira, piensa, no entra, en la mesa viejos diarios y sobre estos sus anteojos, los toma para ponérselos, con los pies arrincona su desorden, la faena de los lentes se alarga y un rumor de la vida lo sorprende, debajo de la cama saca un cofre, un pequeñito cofre de madera, no hay resplandor al abrirlo, va a colocarlo en la mesa, ve la mesa, parpadea, mira sin abrir la boca, abre el cofre, pasa un dedo en su frente, en nada deja la vista, mete la mano en la bolsa del suéter, un tesoro un grandísimo tesoro, las armas para un tesoro, palabras, solas palabras, se juntan las del cofre y las del suéter, una navaja finísima, un cofre de madera ya ruinoso,
en alguien piensa      camina hacia el muro     en alguien     una tras otra las palabras     y en la pared un discurrir de palabras viejas y nuevas palabras ordenadas y con otras unas.

No mis palabras, las tuyas.

Le conté a Lucía de un diccionario que va de Dios al polvo, un diccionario ideológico inencontrable, nadie sabía de esos diccionarios. Nuestro reino, ya lo sabes, era la poesía, el gran género de la novela nuestra provincia favorita, nunca estábamos por los diccionarios y si esa vez fuimos fue porque se avecindaban junto a los grecolatinos por algún juicio arbitrario. Lucía buscaba cartas de heroidas y fuimos para allá. Son los ejemplares más bonitos los de los autores clásicos, de los que menos hay, porque andan por ahí Ovidio: Vbiest, quae cura mei prior ese solebat?, Pajarera, alcíone mía, duplicado vuelo de un ansia en otra solo porque yo soy si tú eras,
Catulo enamorado penosamente de Lesbia, arrastrando un sartal de lágrimas y pensando con muchos siglos de antelación toda juventud es sufrimiento,
Calpurnio y los otros, nadie quiere perderlos. Cuando ellos terminan, esa vez recuerdo que terminaban en Varrón, empiezan las gramáticas y ahí estaba, en el inicio de los diccionarios el raro ejemplar, y Lucy, me miras con cierta rareza ante el mamotreto en mis manos y la avidez en mis ojos que gritan lo encontré, la sensación de triunfo en todo mi semblante cuando las casualidades de cada segundo nos ponen de cara a lo inesperado, te encontré. ¿Sabes, le dije, para qué es esto?
Lucía celebró con un beso el hallazgo, los brazos al cuello y de repente oh, qué triste, hoy no alcanzará para mi libro, pasé mi brazo por su cintura, ¿nos alcanza el dinero, Giraluna?, cerró los ojos, suspiró afirmando con la cabeza y dijo tenemos suficiente para apartarlo, y yo con emoción, fingiendo duda, le pregunto: ¿En serio…?

No, Leandro, nunca los volví a encontrar. No, habría ido unos días antes pero después ya no. Este es el centro de la historia, y si te cuento es porque siempre estás a la mano y porque le busco una respuesta después de tantos años, mierda, cuánto tiempo ya, y qué mejor que hablar y hablar y dar vueltas en una misma historia pero con otras palabras, otros detalles inciertos que refieran lo que esta mañana, todo este día volví a recordar.

A Lucía y a mí nos contaron.

¿Qué?,
que se robaba las palabras, Leandro,
que el viejo se robaba las palabras,
que en todo ese tiempo se robó montones de palabras de los libros, de algunos una sola, de otros, cientos, del Diccionario Ideológico, de aquel único ejemplar ignoto se robó miles con la parsimonia de quien se está una madrugada entera en la Plaza de Santo Domingo y alguien que pasa lo ve, sabe que ahí hay alguien y a los tres pasos lo olvida, y sin embargo el que está ahí sabe que está ahí y que nadie más y.
Por eso no compré el diccionario y hoy me arrepiento, por apresurado, porque estaba lleno de cortes rectangulares finísimos, precisos, huellas de la palabra sustraída.

—¿Sabes, te dije Lucy, para qué es esto?
—…
—Mira, en este otro diccionario, ábrelo, si me buscaras aquí, ¿cómo me buscarías? Por palabra, cierto, irías con tus dedos y tus ojos a la letra E con que inicia mi nombre si acaso yo fuera un nombre, una letra inicial para entonces descubrir quién soy. Pero en este diccionario Amora, si yo no supiera tu nombre, si una mañana sonora de palomas y campanas ya mucho después del nosotros y del tú yo ya no supiera tu nombre y te buscara, te encontraría aquí por todo lo que eres, por las cosas que hay en ti antes o no sé, tal vez después de tu nombre, buscándote por el arremolinado olvido de tu sexo, por la línea de estrellas lácteas que hacia el mediodía marcan las rutas de tu profundo sur, por tus fenómenos y cataclismos y convulsiones y características enumeradas por un recuerdo más invencible, por las solares y morenas palabras que corren el canal de tu espalda, la mojada tierra de tu frente y el sabor de madreselva gitana de tus muslos, por los truenos de luz fúrica en tus ojos y la expresión pánica de todos tus sonidos en determinadas e inesperadas noches, tus eclipses y amaneceres, tus temblores y los rasgos de tu topografía amable, los pájaros de amarilla ternura de tus manos cuando se acercan a tocarme y yo sentía que iba a caerme a las estrellas, las páginas escritas en tu pecho por mis dedos, el universo entero de acontecimientos felices y a veces desolados que te definen por dentro y por fuera desde el más abarcador hasta el más nimio como el dejo de sabor amargo que tanto le gusta a mi paladar cuando me besas y que están encerrados en tu nombre al que aquí se llega al final y que aún no termino de contabilizar, pero decir sí, con decir, y nada más que decir, Lucía… ¿Crees que con cien pesos me lo apartarán?
—Yo creo que sí.
—Entonces se lo bajo para que me lo guarde y al rato le digo a mi papá que me dé el dinero y venimos por él el martes, ¿sí el martes verdad?
—Sí. Ah, a ver revisa que no esté rayado.
—No, Nocturna, no tiene n.

Cuando le descubrí al empleado las incontables palabras faltantes se quería morir del coraje,
ya sé quién, dijo, un viejo, un viejo que se pasa aquí las tardes, no puede ser nadie más,
¿tiene otro ejemplar?,
no, solo tenemos uno. Era el primero que nos llegaba. Un viejo de suéter negro. Algo así me intuía pero ya ve, ¿a poco no lo ha visto joven?,
no,
tenga su dinero, tú, llévate esto a la bodega, hay que revisar cada libro, a ver cuánto perdimos por culpa de ese viejo pendejo,
Era todo lo contrario,
ellos pensaron en sus libros, en su dinero, y yo pensé en sus palabras, no de ellos, del viejo, ¿tú también Lucita, en qué más pensaste, qué viste que yo no?

¿No te asombra, Leandro?, se robaba las palabras y las palabras significan, cuentan, las palabras recuerdan.

No, no me dolió perder la adquisición, sólo yo lo vi, Leandro, que las mejores historias ocurren en la casualidad para que tú las conozcas, sólo tienes que esperar porque en todas partes hay una y poner bien atentos los oídos, eso le fui diciendo exaltadamente a Lucía en el camino mientras le preguntaba feliz y exaltado y rabioso:

—¿Qué Lucy, tú puedes decirme qué lleva a un hombre a pasarse tardes y tardes ominosas sin amor en esta ciudad del diablo robando las palabras?, ¿qué…?

Y Leandro, me miras y dices cuándo me vienes a contar. Y te ha gustado la historia, has visto en estas calles de otros días los pasos de ese hombre inasible y saliéndote de él me miras con incontenida lástima, con un resplandor opaco en tus ojos diciéndome, acaso diciéndote: ¿y si alguien se fue como se fue Lucía, y si alguien se le fue y lo único que le quedó fue buscar las palabras que ese alguien le dijo, que le dijeron, y si todo fuera la búsqueda de un discurso pronunciado por alguien que, a fin de cuentas, quizá ni existió?

Y Lucía y el viejo y el diccionario y tú y todo se me pierde en el légamo de tus breves palabras tratando de recordar ya no las librerías de viejo,
los pasillos de una escuela, un cuarto de azotea en la calle de Caridad, una falda con dibujos de París en mayo de un año que no vi: 1949, tardes de dos cuerpos jóvenes y desnudos bañados por la luz que se filtraba y entendiendo como palabras, sabores y olores, leyendo con los ojos cerrados, con las yemas,
diciendo, diciendo mucho y escuchando también y en algún lugar la certeza hallada de entender la ilación de letras que en un cuerpo están escritas, y un poeta ciego, tullido, sordo, diciéndome
la juventud es muy propensa a los sentimientos amargos maestro,ya se le compondrá,
pero no, Leandro, no se compuso, y en voz baja, en voz por poco imperceptible te digo sí, puede ser, puede ser que el viejo buscaba las palabras que alguien le dijo y tal vez, Leandro
hoy
todavía las busco.

 


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Enrique Guadarrama (1988). Estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Ha publicado en la revista peruana Tajo y ocasionalmente en el portal de crítica cultural Telecapita.org.

 

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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fecha de la última modificación 10 de octubre de 2024.

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