El cine es la más libre de todas las expresiones artísticas. |
¿Qué sucedió? Sinclair se opuso a que más de 60,000 metros de celuloide viajaran a través del océano para que la película pudiera ser montada por su creador. En lugar de eso Serguéi y sus colaboradores volvieron a la U.R.S.S. después de tres años sin material. También en la Unión Soviética, contra los pronósticos de sus más acérrimos enemigos en América, Eisenstein, enlistado en el ejército bolchevique en 1917, fue cuestionado y atacado por sus años de ausencia. Mientras tanto Sinclair se preparaba para ser candidato demócrata por la gubernatura de California, ¿y qué político estadounidense querría que se lo relacionara con artistas materialistas, bolcheviques, directores de masas? Y en efecto, tal como Reyes lo predijera, diferentes filmes salieron amparados bajo el nombre de Eisenstein: Tiempo al sol, Fiesta de los muertos, Tormenta sobre México y Eisenstein en México. El cineasta ruso nunca se recuperó por completo del robo de su trabajo, nunca apreció su obra terminada, sólo vio los que él consideraba montajes mediocres elaborados por los “expertos” de Hollywood. La muerte lo alcanzó en 1948. Un año antes de su deceso se refirió a uno de los montajes apócrifos de la siguiente forma: Y en Danza de los Muertos que veo en mi mente, que gira ante mis ojos, están entreverados otros rostros: los rostros de los que no permitieron la realización de mi película. Estos no se quitaron su máscara. Pero no me hace falta. Sé de qué lado bailan. Y sé qué esconde la máscara de cartón que encubre su “radicalismo” superficial. En 1958 Jay Leyda tuvo en sus manos las cintas de la película y las cedió al Museo de Arte Moderno de Nueva York bajo el título de Eisenstein’s Mexican Project. Después de algunos años el archivo Gosfilm de la U.R.S.S. adquirió las cintas. Tras medio siglo de éxodo, Alexandrov y su equipo realizaron el montaje de ¡Que viva México! El nuevo trabajo estuvo basado en el guión original, los artículos y los dibujos de Serguei. A pesar de todo, la moneda queda oscilante en al aire. ¿Qué apreciamos cuando vemos ¡Que viva México!? ¿Es una obra de Eisenstein? Si Marcel Proust, pongamos por caso, hubiera muerto antes de terminar En Busca del tiempo perdido y el proceso de montaje (composición de los capítulos y su exhaustiva corrección) hubiera sido elaborado por otro, ¿la consideraríamos su obra por más que ese otro hubiera sido su madre? Seguramente estudios filológicos arrojarían el hallazgo de las superposiciones. A través de las páginas de la novela se asomaría la otra mano ejecutora de la obra. En toda creación artística surgen paralelos al plan predeterminado del autor, al borrador o bosquejo lógico de la obra, el impulso y la sensibilidad del artista que se apoderan de los planes, los tientan y los seducen. Esta parte de la actividad artística sólo nace del artista. A menudo el surgimiento de ese impulso lo sorprende a él mismo. En la obra artística, como Eisenstein pensaba, conviven un “surgimiento progresivo impetuoso a lo largo de los pasos más inequívocos de la conciencia y una penetración simultánea mediante la estructura de la forma dentro de las capas de pensamiento más profundo”. De tal forma si consideramos el guión, los artículos y dibujos que Eisenstein poseía para la realización del montaje y los juzgamos como la parte lógica, los planes inequívocos de la conciencia, tenemos entonces una fracción de lo necesario para la realización de la obra: su planeación. Sin embargo, la otra parte, la que se refiere al pensamiento más profundo, queda anulada a la muerte del artista. Por tanto, podemos concluir que lo que apreciamos cuando vemos ¡Que viva México! no es una obra de Eisenstein. Y sin embargo lo es. Cosa diferente a lo que habría ocurrido con En busca del tiempo perdido. Si la mamá del novelista francés hubiera terminado su obra no podríamos decir en absoluto que es obra de Proust. ¿En qué radica la diferencia? ![]() A esta visión de la obra de arte y del artista puede anteponerse otra concepción. En el arte se ha gestado consciente o inconscientemente (como en el surrealismo) un asedio contra el aura de la obra. Una forma de ese hostigamiento es el problema del Otro o lo Otro. Al valor eterno y a la visión ritual que cierto arte profesa como estratagema para perpetuar la obra sólo asequible a cierto grupo social, relegando al artista porque éste depende de un mecenas y al final se pierde y sólo vive la obra, el artista que combate al aura hace entrar en la obra lo Otro que la fragmenta como unidad eterna. Ese Otro puede ser él mismo expresando su libertad o una revelación del artificio de la obra. Piénsese en Las Meninas de Velázquez. El aura queda destruida por Otro que, en una fase aurática, es el mismo artista o lo Otro que puede ser por ejemplo, el miedo, el vacío, el terror o la nada tratados como leitmotiv. En la escritura automática el poeta intentaba deshacerse de la forma consciente de su yo como método de creación. Ya no se diga del Cadáver exquisito al que es posible definir como poesía colectiva, como una forma social de la poesía pero no bajo la investidura de la epopeya antigua sino en una etapa lírica moderna: las obras de arte son elaboradas por más de un individuo. Si la madre de Proust hubiera terminado la obra de Proust quizás no la consideraríamos suya, a lo mejor nunca habría sido publicada o no sería conocida. Este hecho se debe a dos razones principalmente. La primera es que una obra de tal índole no hubiera sido planeada para la múltiple autoría como los experimentos del surrealismo. En otras palabras, no se trataría de un ejercicio consciente de la destrucción del aura (lo que no significa que en En busca del tiempo perdido no puedan encontrarse otros ejemplos inconscientes del problema del Otro). Y segunda, el lenguaje literario, por su naturaleza y forma de construcción propia, hubiera sido un impedimento. Si como ya vimos, el caso del surrealismo parece ser una excepción, una violación de dicho impedimento, esto se debe a que, como pensaba Benjamin, “una de las tareas más importantes del arte ha sido la de generar una demanda a cuya satisfacción plena no le ha llegado la hora todavía”. El arte sólo está en condiciones de conferir tal satisfacción con un estándar técnico transformado, es decir, “con una nueva forma artística”. Para Eisenstein esta nueva forma artística era el cine. Pero tal satisfacción no quedaba asegurada por la existencia de los aparatos técnicos que lo hacen posible, sino que además de la existencia del cinematógrafo era necesaria la construcción de un lenguaje propio. El lenguaje propio del cine que Eisenstein veía expresado en el problema del montaje y que tantas analogías lo hizo establecer con la escritura, el teatro y la poesía japonenses, era un problema que estaba siendo abordado y superado a través de la teorización, pero sobre todo a través de las sucesivas aproximaciones del sujeto con el objeto. La práctica del cine y su experimentación tenían como consecuencia una relación cada vez más vasta con el objeto llamado cine. Las formas simples de montaje tenían que superarse y devenir en maneras más complejas. Las aproximaciones más profundas al nuevo objeto resultaron en el aumento cualitativo de la capacidad expresiva del cine. ![]() En el cine por su técnica, su lenguaje y la configuración revolucionaria de la época de Eisenstein, el problema del Otro podía ser resuelto materialmente con su introducción en la producción artística. En el cine soviético de la primera época, la inclusión de la alteridad como destrucción del aura tomó un cariz revolucionario. Se introdujo lo Otro como la otra clase social hasta entonces relegada a la servidumbre. El señor de postas de la época de Catalina se había transformado en el obrero del sóviet. Ahora era él y no el boyardo quien podía ser retratado y retratado en movimiento. De inmediato, el arte se deshacía de su valor aurático y entraba en juego un valor lúdico accesible a las masas que apuntaba a la politización del arte. Cuando la elaboración de la obra cumple con los valores de la cultura y no los de la industria, de la creación y no del lucro, no sólo la obra sino el lenguaje fílmico se convierten en una posesión de la comunidad y no una moda pasajera. Es cierto, el montaje final de ¡Que viva México! no fue hecho por Eisenstein. A pesar de ello, el cineasta ruso se había preocupado por construir un lenguaje fílmico, una teoría del montaje dentro de la tradición del cine soviético y tal lenguaje se había difundido entre sus allegados, estudiantes y las masas, que no era propiedad de un grupo de chamanes charlatanes que lo guardaran como un rito esotérico. La industria cinematográfica en la época de sus grandes producciones se mistifica junto a sus actores. De forma contraria, el cine en aquel contexto prometía convertirse en la fusión de distintas artes hechas por, en y para la masa que poco a poco, se proyectaba como sujeto social, como sustancia. La introducción de la alteridad en la obra de arte prometía romper la esfera particular del artista. La cuestión comenzaba a dibujarse como algo propio de la vida de la totalidad social: en contra del anacoretismo burgués que sigue confiando en que el desarrollo técnico devendrá en progreso y emancipación, la epifanía del Otro que el arte revelaba como un problema social, combatía el individualismo persistente esbozado de forma canónica en la figura del actor, la estrella de futbol y el líder autoritario. No obstante, aquél fue un futuro que no pudo ser. Hoy la estetización de la democracia conduce a la muerte de lo político y el prototipo principal de ese funeral, el ejecutor de ese cadáver no exquisito, es el político analfabeto. En cambio, el lenguaje creado por la cultura hace triunfar lo humano sobre el lenguaje técnico del discurso meramente retórico, vaciado de sentido porque no tiene un sustento ético. Tampoco se trata de idealizar el pasado y exagerar la magnitud de sus obras. El problema del Otro en el cine y en el arte apenas enfrentaba la primera de sus facetas bajo un contexto social específico. La exterioridad está presente en ciertas manifestaciones del cine actual de una forma distinta. En la tradición soviética seguramente el asunto habría ido cambiando. Recordemos las diferencias entre películas como El Acorazado Potemkin e Iván el Terrible. En ellas ya se operaba un cambio y una tendencia distinta. ¡Que viva México! está a medio camino de ambas. La cuestión del Otro en este filme se presenta como lo radicalmente Otro. Lo que está afuera, lo que todavía no ha llegado a ser por cuanto ha vivido en la pobreza y en la humillación. ¡Que viva México! es una plétora de imágenes exóticas, nostalgias primitivas y destinos tristes como una hacienda en un gélido valle hidalguense. Entre cimas nevadas y pulque resbalando por los bigotes, queda allí puesta en “escena”, la inocencia junto a la barbarie. Vemos lo extraño en las pirámides viejas e inhóspitas, tan misteriosamente familiares, lo vemos en los rostros tallados en los muros tan parecidos a los hombres que, humildes, aún caminan en la península de los cenotes. Y en Tehuantepec el juicio común se altera en la alteridad de la Sandunga, con su canción y sus trenzas, con su marchar laborioso, con su búsqueda anhelante por hacerse de la dote vendiendo plátanos en el mercado. ![]() Eisenstein transforma una querella en una lucha icónica de la historia, la cara de Porfirio Díaz se entremezcla con el cetro del virrey, con el maquahuitl (espada azteca) de Itzcoatl, y la campesina violada se humedece en la miseria de la Malinche, de la mujer abandonada en el convento. El tiempo de Eisenstein era un tiempo que creía en las revoluciones, en la apertura a lo extraño, a lo marginado. Por ello lo Otro que permanece inaccesible al artista se suprime. El Otro como “¡El horror! ¡El horror!” de Joseph Conrad, no tiene cabida en el rostro a rostro que Eisenstein y sus colaboradores establecen con lo ajeno. Y el pasado —vivo en el tiempo presente de quienes lo vivieron, muerto en el presente que es pasado ya sin vida, que es la ruina solitaria e insondable— es para Eisenstein el origen arcaico de México y su pueblo. Para él la historia de nuestro país estaba por escribirse, se estaba haciendo en la Revolución, movimiento que representaba el constante desenvolvimiento del indio desde el pasado primitivo carente de conciencia, hasta el momento en que el hijo de la soldadera, de la Adelita, podría quitarse la máscara de la muerte que era el rostro de los estamentos caducos. Quitarse la máscara es tener en cuenta la mortalidad, la fragilidad de lo vivo en la historia y la ilusión de su futura fertilidad. Quitarse la máscara es un Memento Mori que se acepta pero que se supera en las estrepitosas sonrisas de los niños, en el banquete de las calaveritas de azúcar. También la muerte puede sacrificarse en virtud de la vida, también la muerte puede ser devorada en la fiesta fraternal. Hay que quitarnos la máscara de la indolencia…
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Ilustraciones: |
Alejandro Salvador Ponce Aguilar (Ciudad de México, 1990). Es estudiante de Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha publicado en las revistas electrónicas Milmesetas, Perro Negro, Contratiempo y Revista Autónoma de Comunicación. |