El alma en un hilo

I

A la luz de esta vela
coso
–mal digo, pues hilvano apenas–
con el hilo paciente de tu ausencia
este trapo (que soy)
para poder enjugar alguna lágrima.



II

Por el ojo de la aguja
pasa feliz el hilo,
sabiendo que su fin está próximo.

La hebra será costura.
Morirá, sí, pero unirá en manos del artífic
la tela, y ahí, vuelto puntada,
perpetuará el nombre de su estirpe.



III

Coser.
A eso aspiro,
no más.

Ascender
después de muerto,
si lo he merecido,
y poder bordar.



IV

Aguja en mano
advierto la dificultad de remendar
el hoyo en mi corazón –por él se adivina su pobreza.

No hay hilo del color, ni resistencia.
No hay, en mi costurero,
material propicio; mejor tirarlo.

El oficio no me alcanza para tareas así.



V

Como nota larga y sostenida,
bella
pero que no acaba en sinfonía,
la costura de tu falda
se alarga presagiando ya ese movimiento.
Tus caderas son la música;
La falda partitura.
Van mis intenciones hacia la pequeña nota:
si entiendo la vitalidad del entramado,
podré descifrar
–y tocar en la transmutación–
la música tal cual, sin atavíos.



Golpes de Aguja

Comienzo a entender tus afanes por dibujar primero,
por hacer patrones
y tomar meticulosamente medidas en la gente
antes de hacer prenda.
Son ganas de mejorar la vida,
de hacer
     con manos propias
               el porvenir.

Sé que cuando trazas (tomas la regla, divides, multiplicas)
          dices
                en silencio
que el destino no se escribe.
Despliegas tus papeles        en la mesa,
así haces el futuro, lo entrevés.

No quiero ser común
pero
nada ejemplifica mejor lo que ahora pienso
que aquella anécdota de Miguel Ángel y el David: ya estaba ahí.

Entonces      con tu gis         vas haciendo intermitentes líneas
señales de auxilio
que marcan un camino y muestran ruta.

Te enjugas el sudor de vez en vez,
tallas sobre algún retazo
la esperanza,
única herencia que dejarás.

Las tijeras tienen una especie de entrepierna      filosa
que inaugura rumbos.

Sólo tú         –rindo homenaje–    sabes guiarlas así:
sigues la marca de la tiza pero vas
con toda gracia interpretando el tejido de la tela,
lees lo que te dice, y no te importa abortar el trazo del diseño.

Inventas.
Sin embargo aspiras a bastillas ostentosas
desbordadas de belleza,
          a ojales simétricos
por donde no se desabroche el pecho al primer tirón de manos.
Aguardas
        en cada cabo de hilo
                          la tranquilidad de los años por venir.

Blandes aguja defensora.
Avanzas con cadencia y sin remordimientos.
Así,
se ve,
fueron hechas las túnicas del cielo,
así
un día de siete, creó los mares la más alta potestad.

Ese brillo en tus pupilas me alimenta,
me saca de mi estar incomprensible,
de mis lecturas,
me hace sonreír.

Planchas al vapor la prenda
porque debe de estar desarrugada
mas el gesto debe ser imperceptible,
el secreto del vestir está en la tela, dices,
pero sabes que es la hechura,
su anticipo,
lo que hará excelso ese vestido.

Nada está acabado hasta el final –creo que piensas.

Apuro mi labor de sastrecillo,
corto algunas palabras y rehílo
disimulando las ansias del bordado.

Sigues en la confección.
Ignoras el sismo de tu oficio,
das (para ti es sólo eso)
las últimas puntadas.
Rematas.

Yo cedo ante la precisión, ante el milagro:
dejo que cargues, como cruz de los difuntos,
en cada golpe de aguja con mi vida.

Siempre, cuando acabas,
algo de ti se duele
porque adivina los hoyos que
         con el tiempo
habrá que remendar.



Julio César Toledo (Chicontepec, Veracruz, 1977) es autor de los libros Del silencio (FRAF 2003) y Hombre, mujer y perro (Anónimo Drama 2004) y coautor de Owen, con una voz distinta en cada puerto (FETA 2005). Está en prensa su libro Quicio (FETA 2007).

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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