Sé que todo va a acabar en fracaso. Yo mismo. Vos también. JCO
Venía hacia mí con ese andar tropezado, ansioso, meneando la cabeza a los lados como si ensayara la música que salvaría su vida. Recibí los cigarrillos sin decir gracias, mientras él me mostraba el resto del botín: botellas de tequila añejo, tabaco, whisky de contrabando. No sospechaba el por qué de mi desdén; había interpretado esa ensayada calma como una particularidad íntima, algo esencial que deberían tener los extranjeros. Escupí algo de humo, reparé en él. Ya quiero que llegue el reventón del 24, patroncito, dijo sin poder disimular la insistencia, mariposeando a mi lado. Desde hace cuatro días me asediaba con lo del baile. Él me hacía los mandados, me servía de Lazarillo por las calles de viento frío y seco de Sarabá. A cambio, le dejaba caer algunos pesos que le costaba aceptar. Anoche me confesó que estaba ahorrando para hacerle un regalo a la Cata, su noviecita, que trabajaba en el Papillon. Véngase conmigo, patroncito, a la mejor y levanta novia, intentaba convencerme. Según él, las chavas del Papillon eran las más "requetechulas" de Sarabá, aunque mi Catalinita es la más linda de todas. Terminé por aceptar. Aniseto presagiaba la mejor Nochebuena de nuestras vidas. Habló de comprarse un sombrero, de estrenar botas y cinturón, porque su Catalina, la más bella de todas las putas, iba a estar allí esa noche esperando su regalo, para el que le faltaban solamente unos cuantos pesos. Ya verá míster, prometía con el acento dulce y agitado. Dibujé una mueca intentando imitar una sonrisa. No quería contagiarlo de este oscuro e impaciente deseo de muerte.
Esa asquerosa desidia fue la causante de mi súbita huida. Las perspectivas de una Navidad puertorriqueña, después de lo bien que me había ido en Thanksgiving, eran de lo más atractivas. Mis amigos boricuas, quienes me habían recibido como se acepta un paquete inesperado, organizaban un futuro que incluía parrandas y tragos de coquito, pasteles, resacas de ron caña y lechón a la varita. Los escuchaba barajar planes y fechas, buscaban repartirse el cómo traerme y llevarme. Yo intentaba seguirles la corriente, mientras ellos distraían la modorra ocasionada por un proceso de divorcio y la pérdida de todos los bienes materiales conjuntos y acumulados. Trataba de convencerme de que todo estaría bien, pero no me era posible formular ninguna estrategia para después de diciembre. Cualquier ayuda clínica estaba descartada, yo no tenía el ánimo. Sólo quería irme, no iba a arruinarle las fiestas a nadie. Mi hermana llamó desde Ámsterdam. El plan de mi madre era reunir a toda la familia, después de tanto tiempo separados y desperdigados por el mundo, para pasar juntos esos días. Ofreció pagarme el pasaje. Pretexté compromisos laborales ineludibles que me harían imposible llegar el 24. Ella sabía que era mentira. Ambos éramos conscientes de que mi madre y yo no romperíamos aquella promesa. Ese mismo día recibí la llamada de la directora de una revista de variedades para la que escribía reportajes esporádicamente. El trabajo sería en Sarabá y estaría relacionado con la vida nocturna, el narcotráfico y la música grupera. Según lo que estaba ofreciendo como paga entendí que nadie se atrevía a tirarse la maroma; primero, porque era Navidad y segundo, ya se sabe lo peligrosa que puede ser la frontera. No tenía nada que perder, aunque no acepté enseguida. Le saqué el cincuenta por ciento por adelantado y boleto en Bussines Class. Dejé Puerto Rico bajo un aguacero intenso, un poco borracho, delirando una silenciosa y egoísta esperanza que involucraba botellazos… balas que pondrían fin a esta miseria. Según la editora, Aniseto sería mi contacto en Sarabá él me ayudaría en todo lo que yo necesitara. Lo llamé por teléfono desde el motel y quedamos en cenar esa noche. Tenía los ojos demasiado vivos, el pelo brillante reposando en las orejas pequeñas; detalles contrastantes con la timidez de su atuendo, la rugosidad de sus manos. La sonrisa grande, hermosa, ostentaba una furiosa juventud y ganas de vivir. Quizá esa brillante alegría fue la que despertó en mí el sentimiento encontrado. No podía quererlo totalmente, tampoco me permití la lástima abierta, definida. Entonces acepté la propuesta de ir al Papillon. Llegó el momento de conocer el secreto que él guardaba para su Cata: un Golden Ticket, el pasaporte que le permitiría bailar una pieza completa con su novia, en medio de la pista, delante de todos. En ese momento empecé a odiarlo.
El Papillon es el antro más costoso de todo Sarabá y el preferido por los capos de la región. Estas razónes lo convierten en el lugar más seguro y peligroso de toda la frontera, una contradicción que nunca se resolverá. El recurso humano está compuesto por lo mejor de los alrededores: muchachas rabiosamente jóvenes repartidas por todo el local, con las caras escondidas tras un maquillaje deprimente, esperando la próxima víctima. Para bailar una pieza, se necesita un Golden Ticket que regularmente vale veinticinco dólares, pero hoy cuesta cuarenta: es Nochebuena y viene, desde Laredo, la Marilú y sus Jaguares Dorados. Decidimos entrar. Pedí una botella, necesitaba aturdirme. La banda estaba afinando para empezar la fiesta y los Golden Tickets se agotaban. Aniseto dudaba antes de dar los cuarenta dólares que había empezado a reunir en agosto. Con esto nos podemos comprar una licuadora, o un ventilador… pá la boda, usté sabe. Te pago el baile, ofrecí. Quería humillarlo, definir nuestras diferencias, que me devolviera el gesto ofendido, alegando que podría ser pobre pero se pagaba sus cosas. Todo lo contrario. Aceptó el regalo como si yo fuese su mejor amigo, al tiempo que proponía un brindis por su futuro con la Cata, quien se acercaba sigilosa, cubriéndole los ojos, besándolo. El perfume barato me golpeó la cara. Reconocí el vestidito verde Salvation Army, el calzado abusado. Una Eréndira cualquiera… la niña más hermosa del desierto. Aniseto nos presentó. Éste es el míster, viene de lejos… y nos pagó el baile, mamacita. La muchacha tendió la suave extremidad diciendo gracias. Le invité un trago. No, mejor una botella, Hipnotiq, para ella y sus amigas. Rebueno el patroncito, a todo dar. Catalina se alejaba, partiendo la pista en dos. Aniseto me regalaba un abrazo de hermano menor. Le pregunté por qué no estaba con su familia en estos días de fiesta. Hace siglos no sabe nada de sus "jefecitos"; se habían ido de madrugada, querían cruzar al Norte. Sarabá es una ciudad de gente sola… Catalinita es mi única familia. La fiesta comenzó. Los hombres hacían cola para bailar con Catalina, mientras Aniseto la miraba extasiado, como quien ve la felicidad pasar frente a sus ojos. Me decía que era la que más tickets iba a recoger esa noche. Y tú, cuándo bailas con ella. Pos ya mismo, patroncito… pero báilela usté primero, si quiere, pá que vea. Me pensé arrastrado por el cuerpo joven, lleno de curvas que pulsaban su vestido… una bomba de tiempo en mis brazos. Me imaginé: la boca apretada, usufructuando el recuerdo de la que fue mi mujer, siempre al borde de la melancolía, de la sucia comparación al reverso de la moneda. No Aniseto. Ve, baila tú primero. La banda arrancó con los acordes de una bachata grupera. Aniseto, ticket en mano, avanzó. En mi garganta se formaba una contundencia que intenté aflojar con dos, tres whiskys. Los vi demasiado juntos, encerrándose en un abrazo afilado, en donde no habia aire suficiente para mis ruegos ni mi infelicidad. La envidia que se posó a mi lado era tan real, que daban ganas de invitarle un trago. Ella le encaracolaba las manos, protegiéndolo de la mirada de Caín. Él le acariciaba la espalda como prometiendo amaneceres en islas, sudando huracanes, regalando brazos de mar. Pensé: Si le besa los hombros, si le abre el vestido, saldrán de ella girasoles, miramelindas, jazmines… una selva alegre e imposible. Salí a fumar. Esa música duraría para siempre. De repente se escucharon todos los disparos del universo. Seis, siete segundos. La discoteca, inmóvil, rodeaba a Aniseto, camisa nueva bañada en sangre. Sostenía a la Cata en sus brazos; estaba como ido, no reaccionaba. Rompí el silencio pidiendo ambulancias. Apareció un taxi que cobraba cuarenta dólares por llevarla al hospital. Subimos al asiento trasero. Él le acariciaba el pelo llorando, rogándole que se quedara, reclamando, por qué la bala no le tocó a él… Mi odio hacia él no disminuía, tampoco llegaba la esperada lástima. Esa bala era para mí, como la mujer.
Me despedí en emergencias. Puse doscientos dólares en su bolsillo. Quiso acercarse, pero ya yo era inútil para el amor. Al salir encontré a los gruperos sosteniendo, tristes, un acordeón herido de muerte. El taxista me llevaría al motel, luego al aeropuerto. Allí llamaría a Holanda, avisaría que podría llegar el 27… quizá mi hermana le pasaría el teléfono a mamá y ella, contenta, rompería la promesa: no te preocupes, aquí nunca será Navidad hasta que tú no llegues.
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