¡Arriba el Atlante, señores! —grita un hombre desde su asiento—. ¿Y qué?, ¿hay otro? —responde un señor de boina que sostiene en la mano una bota para beber vino. Esto, por más que pareciera ser un partido de fútbol, no es sino parte de lo que se vive en las gradas más altas de la Plaza de Toros México. En la entrada de la puerta número uno, las clases sociales se disparan y cientos de personas, ataviadas con sus mejores ropas, ocupan los mejores lugares donde se puede oler hasta la sangre que el toro derrama y el sonido que emite al derraparse en la arena del ruedo cuando va cayendo agonizante y triste. Por el contrario, los boletos más baratos son de aficionados que no pagan mil pesos cada fin de semana y que, por el contrario, gozan de la borrachera y las mentadas de madre que se propinan unos a otros.
Tauromaquia. Francisco Goya (1746-1828)
La corrida de este domingo 25 de noviembre fue presentada por dos mexicanos: Víctor Mora y José Luis Angelino, y por un español, Alejandro Talavante. El primero, oriundo de Aguascalientes, se llevó los olés y aplausos más grandes de la tarde, pues el toro lo cornó una vez en el pecho y aun así siguió en la faena, haciendo quites que obligaban a pasar al animal a menos de dos centímetros de distancia del cuerpo del matador. Hubiese sido más interesante ver si el ser humano se vaciaba primero. Olores de alcohol —casi siempre vino tinto barato en esta parte de las gradas de sol o sombra— y puro hacen que palabras y frases de tinte misógino como “préstame a tu vieja” sean parte de la jerga de la fiesta brava. ¿No tienen un lugarcito que me hagan por ahí? —pregunta una señora llamada Carmelita. —¡No, todos estamos casados, desgraciadamente, si no sí!— gritan, embravecidos como el toro, unos hombres de sombrero ganadero, quienes están sentados cómodamente comiendo cueritos con limón y chile. Después lidió Angelino, quien gozaba de destreza para encajar las banderillas de modo hábil en el lomo del toro. Le echaba suertes de todo tipo. Enfrentaba su mirada con movimientos cadenciosos que hacían a los espectadores rechiflar, como si fuese una mujer coqueteando a todos los que observaban. Por ello se llevó ovaciones, pero al final no pudo darle la estocada mortal y el animal sufrió de manera descomunal; mareado, desangrándose. ¡Toro borracho! Es lo que la gente mascullaba al ver esto, cuando quien pareciera estar fuera de sí es el picador o el banderillero que clava 6 puntas o más para que la hemorragia interna continúe. Con saña, el picador permanecía hiriendo al último toro de la corrida para amansarlo aún más ante el español Talavante, quien no podía encajar la espada de 80 centímetros de largo que destroza el hígado, los pulmones, la pleura (membrana serosa compuesta por dos láminas que se adosan entre sí, a manera de vidrios húmedos; ejercen presión negativa que evita el colapso pulmonar) y demás órganos internos. La furia y desquite no se da del toro hacia el torero, sino del hombre hacia la bestialidad. Se siente el hambre por el morbo y las ganas de sacrificar a un ser viviente.
Un animal sólo ataca cuando es provocado y le han hecho un mal. Un animal encerrado por un día entero en un cuarto oscuro, por naturaleza, sale descarriado cuando ve la luz y a miles de personas vociferando. El sonido de la música y las voces lo espantan. Muy probablemente está más asustado que el “deportista valiente” que le reza a la virgen de Guadalupe y a todos los santos para no recibir una cornada. El traje de luces y la fiesta brava se mezclan con las contradicciones de un entretenimiento salvaje; aun los asientos separan a las personas por su condición de clase y, confundidos, asisten ahí como un día más de juerga, mientras que los otros toman el papel de nobles sólo por el hecho de pensar que el ser humano, para su diversión, es digno de someter a la burla el dolor de una estocada. |