Una fila de cinco hombres de dos metros cada uno recibe a los invitados en la puerta de una casona de Las Lomas. Con sonrisas acartonadas y gestos propios de estatuas de cera te dan la mano y te marcan el paso hacia el salón principal del lugar. Uno de ellos se delata como el anfitrión de la celebración, su mirada de grandes ojos árabes es el centro de atención del que cruza la entrada. Su sonrisa amplia y amarillenta, negruzca en ciertas partes por uno que otro diente podrido, da calidez a la escena.

Una vez pasado el primer salón, el flujo de la gente te conduce hacia el patio, dividido en cuatro niveles. En el primero, una joven con un vestido colorido, entre árabe y africano, te ofrece un folleto de la Sociedad Mexicana contra el Sida, cuya principal atracción es un condón. Bajas hacia el segundo y hay una nueva comitiva de otras cinco personas que en comparación contigo parecen de otro mundo por la altura que te sobrepasa por dos cabezas o más. También a ellos les ofreces la mano, no sin un poco de reserva, pues su poca movilidad comienza a parecerte demasiado sospechosa.

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Con un escalofrío, provocado por el frente frío número… —ya no sabes ni en cuál van—, llegas al jardín, desde donde se tiene dominio sobre el cuarto y último nivel: la alberca. Hay poca gente aún; extraño, pues la cita era a las tres de la tarde y tu reloj las rebasa por media hora.

A los cinco minutos llegan tus acompañantes, tres maestros y tu amiga, ya con bebidas en mano. Los escuchas platicar sobre lo pesado del tráfico, lo fácil que resultó llegar, lo bonito del lugar, pero tú no atiendes a la conversación, más bien alistas el oído y preparas la vista para captar alguna información confidencial, para ver algo fuera de lo común.

Comienza a llenarse el jardín, cada vez hay más personas, la población se divide en tres: los de aspecto mexicano, los de fenotipo anglosajón y los de facciones árabes. Se encienden las bocinas y una música árabe inunda los jardines. “En cualquier momento sale un bastión de majas y comienza el baile”, piensas. No sucede.

Los asistentes se concentran en largas filas que llevan a un ancho altar donde se exhibe un apetitoso cordero. Sigues al resto de los presentes y pides que llenen tu plato de todo lo que se pueda. Cuando está repleto, llegas al final de la fila y encuentras a tu amiga platicando con un hombre que no puede más que recordarte a Gandhi. Te interroga en inglés, pregunta por el motivo de tu presencia en ese lugar, parece consternado porque te hayan invitado a ti y a tu compañera. Le explicas la razón. Él te cuenta sobre sus impresiones de los cinco meses en los que ha habitado en la ciudad, le gusta, aún estará tres años más. Es el embajador de la India en México. Introduce la mano en su saco y te obsequia una tarjeta de presentación con el emblema de Vishnú, puedes llamarle cuando lo desees, él estará para servirte. Se despide.

argelia_escudo.pngRegresas con tu amiga a la mesa donde dejaste a tus demás acompañantes. Te sorprendes con la presencia de otros dos nuevos personajes, una pareja. Te colocas junto a la mujer. Te armas de valor y le preguntas de dónde es, responde también en inglés y te dice que es finlandesa, aunque ahora es la esposa de un diplomático norteamericano. No sabes ni cómo, pero se enfrascan en una discusión sobre la educación en México. Ella defiende que los maestros de Oaxaca son irresponsables por no impartir clases, tú le explicas que el contexto es diferente al finlandés. Sus pequeños ojos azules se cierran aún más cuando la plática se acalora, formando unas pequeñas arruguitas que corren hasta los pómulos prominentes.

Los diplomáticos nortemamericanos se retiran. Ahora escuchas conversaciones aisladas a tu alrededor. “¿En su país hay muchos disturbios?”, pregunta un japonés al embajador egipcio —aunque su origen sólo es delatado por la placa que lleva en el pecho, pues tiene apariencia de inglés—, “Sí, es duro”, responde éste.

La música oriental, que había desviado las mentes de los presentes hacia mundos lejanos, míticos, escenarios de las Mil y una noches, es reemplazada por el lamento del mariachi en vivo. Y el sabor agrio que había dejado el cuscús en los paladares desaparece tras la estela de los dulces típicos mexicanos.

El festejo comienza a debilitarse. Las personas se agolpan en torno al anfitrión de ojos árabes para fotografiarse con él, agradecer la velada y despedirse. El mismo ritual de estrechar las manos de los hombres de cera se repite, pero ahora para salir de aquel mundo de irrealidad.

Miras una última vez a tu alrededor y no comprendes por qué no hay ningún negro en la conmemoración de la independencia de Argelia, celebrada en su embajada mexicana por quienes alguna vez conquistaron aquel país: árabes, franceses, y unos cuantos colados mexicanos.



Mariana Domínguez Batis (México, 1986) es estudiante de Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha publicado textos en la revista digital Danzanet y en las antologías de poesía, cuento y ensayo Yuke Mele (Colegio México Bachillerato, 2000-2001) y Porto Terrae (Colegio México Bachillerato, 2003-2004).

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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