A finales del mes de mayo de 1814, tras una fuerte disputa con su madre Johanna, el filósofo alemán Arthur Schopenhauer abandona la ciudad de Weimar. No ha pasado mucho tiempo, en junio del mismo año, cuando con letra temblorosa característica de su veloz estilo manuscrito, escribe en su diario una aguda frase que anticipa todo su proyecto intelectual: “Sólo es verdaderamente feliz el que, en la vida, no quiere la vida, es decir, no persigue sus bienes” (Safranski 2008, 230). El filósofo de la voluntad con veintiséis años presiente la condena, el mortal languor que detallará posteriormente en su obra cumbre El mundo como voluntad y representación. Ese mismo día pero de 2008, el diario estadounidense The New York Times publica bajo el encabezado: "Talk of Isolation and Expectations Follows a Young Model’s Death in New York", el relato del suicidio de la máxima promesa del modelaje mundial. Ruslana Korshunova, “la Rapunzel rusa”, la tarde previa, luego de hablar por teléfono con su pareja y amigos sobre sus planes del porvenir, había caído por decisión propia desde su apartamento en el noveno piso de Water Street sin dejar explicaciones póstumas. Remontándonos unos años en el tiempo, y por una coincidencia misteriosa, el mismo día de junio pero de 1962, la ilustre poeta estadounidense Sylvia Plath, declarada muerta por auto asfixiarse con gas el primero de febrero de 1963, redacta una íntima carta para su madre comunicándole, a través de fantasías que redimen el inabarcable hundimiento, que la relación con su marido, el también poeta Ted Hughes, mejoraba paulatinamente después de las turbulentas pugnas previas; “a pesar de que los narcisos ya están marchitándose ―escribía Plath a su madre―, los cerezos empiezan a florecer” (Plath 1989, 344). El último hecho al que nos referiremos tiene lugar en París cuando en 1941 el escritor y pensador argelino Albert Camus pone el punto final a su manuscrito sobre el mito griego de Sísifo, en donde aclara que “no hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio, [pues] juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía” (Camus 1959, v. II 175). Cabe decir, sin temor a equivocarnos, que se trataba del mismo día en que Schopenhauer garabateaba su diario con desesperación; en que el cuerpo de Korshunova yacía destrozado en un breve perímetro de Manhattan y en el que Plath intentaba, bajo palabras encubiertas, desandar los pasos que la conducían al abismo.

Al entrometer la indagación por la sutil diferencia de lo análogo, nos admiramos de que entre los diversos momentos de la contemporaneidad, la realidad del suicidio practicado o teorizado, abriga a un singular tipo de condición temporal o, mejor dicho, a una especial sensibilidad de época. Por ejemplo, el suicida contemporáneo más desapegado de los valores modernos, representado en Korshunova, no tiene interés en problematizar sobre su muerte, más bien, siente que esa posibilidad es su derecho, algo que puede asumir siempre como una opción abierta sustituyendo la decisión premeditada por el ánimo de la espontaneidad. Los estrechos marcos del tiempo de la decisión, comparados con la enfebrecida especulación moderna-secular al estilo de Schopenhauer, revelan una de las características primarias de la sensibilidad indiferente que ha desplazado con firmeza a lo que Camus consideraba la sensibilidad absurda, síntoma constitutivo de los siglos XIX y XX. Si bien la escuela sociológica francesa, agolpada en la obra de Gilles Lipovetsky, ha asociado a Narciso con la figura más reciente del hombre indiferente, el desasosiego que despierta aún la condena de Sísifo demuestra su vigencia, por supuesto, vigencia ya modificada por la criba de las nuevas circunstancias, es decir, de la frágil aventura del sin sentido preponderantemente apático.
 



Las siguientes páginas probablemente valdrán la pena si no se mira en ellas ninguna pretensión a despertar interés, al contrario, bajo el disfraz de la intriga se puede adivinar el más franco abandono y banalidad. Sucede simplemente en esta curiosa época, ya sea en nombre del pecado cristiano o del humanismo que se desprende de la misma herencia, que al hombre en todo instante se le orilla a existir, es decir, se le fuerza constantemente por diversos medios a llevar su vida individual a cuestas con la sucia y tramposa idea de que es lo más valioso que posee. Sin embargo, al llegar a tal afirmación suceden dos cosas simultáneas que demuestran la hipocresía de los principios de tales prescripciones: primero, por sus términos, el misterio incuestionable de la vida se sujeta a las vacilantes leyes del mercado, pues si posee valor o no una cosa, según la economía, se dice en relación a la escasez o abundancia de la misma. Al no ser un bien transferible, la vida es inconmensurable a esos atributos; por otro lado, en lo que toca a nuestra moral, el sólo hecho de afirmar “objetivamente” el valor cuantificable de la vida no significa nada, pues es lo equivalente a afirmar una hipótesis científica y, ya que la vida no es ninguna teoría, tampoco son congruentes sus valores. Al adjetivar la noción de vida con palabras como “valiosa”, “rica” o “abundante”, lo que salta a la vista es la limitada ontología objetual y economicista que envuelve a nuestra época, pues como si la condición vital poseyera una naturaleza análoga a la de un objeto o ley determinada por una constante (hipotética sustancia), se reduce su enigma al de una experiencia siempre igual, es decir, inamovible como el de un fenómeno o un bien material cualquiera. Basta hacer la fugaz mención de alguno de los pilares culturales contemporáneos para determinar el alcance de este error; veamos, por ejemplo, qué sucede bajo la bienintencionada Revolución de la Tecnología Limpia que hoy por hoy representa el modelo del pensamiento utópico. En efecto, algunas de las mentes más claras están seducidas por el entusiasmo de la novedosa utopía verde llamada “Proyecto Venus” que encabeza Jacque Fresco la cual anuncia el fin de la escasez, la desigualdad, la miseria humana, etcétera; otros, el ala de “pesimistas”, han ridiculizado la idea con el sencillo argumento de que el hombre debe a su sociabilidad el estándar de su naturaleza egoísta y competitiva. Lo sensato sería desdoblar los alcances de la falta de Fresco y compañía que convierte en bienes de consumo masivo a los fenómenos naturales al mismo tiempo que sostiene la premisa del valor de la vida y el surgimiento de un ser redimido, un Hombre Mejor. En este sentido, Slavoj Žižek, con su respuesta a la noción de “síntoma” marxista/lacaniano, ha planteado las condiciones de dicha crítica al hacer patente que todo sistema físico-biológico que esté tocado por el carácter simbólico del hombre se encuentra en desequilibrio, pues en su funcionamiento está intrínseca la grieta que corta el cordón umbilical del ser humano con la homeostasis animal. Este núcleo traumático originario, impedirá cualquier intento de retorno al equilibrio, de modo que no habrá posibilidades de la existencia de un ser sin tensión antagónica a menos que se perpetre un holocausto en nombre de esa realidad armónica, vitalmente valiosa. “Para estar en conformidad con su entorno ―afirma Žižek―, lo único que el hombre puede hacer es aceptar plenamente esta fisura […], y tratar en la medida de lo posible remendar después las cosas. Todas las demás soluciones […] son una senda directa al totalitarismo” (Žižek 2010, 28).

Segundo, a pesar de los reproches que generalizadamente se le hacen al suicida, la sociedad bajo ningún pretexto procura hacer la vida más gozosa, más expresiva o enriquecedora, lo que constituiría el cambio anímico verdadero, su exaltación contundente y su lozana celebración. Por el contrario, somete a juicio colectivo a aquel individuo desmoralizado al que le parece absurdo continuar montado en un barco sin almirante, lo que significa que el más fiel de los reflejos de los valores sociales se sustenta en un tipo de condena que dicta que a pesar de la miseria en la que hemos escogido vivir es inevitable continuar haciéndolo. Es la inclinación hacia la forma lo que adquiere importancia, aislando la conciencia de contenido y asemejándose a la escena en que el actor japonés Toshirō Mifune, de la película de Ánimas Trujano, exclama a su compadre en el velorio de uno de sus hijos:

―¡Cuántos amigos, cuantos amigos!
―Compadre, son mis amigos, yo los “truje”.
     Trujano enojado:
―Pero el muerto es mío.



Deliberadamente hemos escogido la figura de Sísifo por tratarse del personaje trágico por excelencia, recordemos que su tragedia consiste no exclusivamente en el aprisionamiento eterno al que es sometido por desobedecer el permiso expreso de Perséfone de volver al mundo superior, sino en que él está consciente de que está condenado. Un apretujado cúmulo de circunstancias lo han llevado al castigo supremo de los jueces infernales del Hades a llevar la enorme roca a fuerza de empujones hasta la cima de un monte desde donde ineludiblemente volverá a rodar cuesta abajo para repetir la operación ad infinitum. Al tratarse de un hombre, el más prudente de ellos según Homero, su conciencia mortal le carcome la inútil existencia como un voraz gusano. Al reconocer que la fatigosa labor de subir la piedra es totalmente absurda, lo que significa que no existe en el camino finalidad alguna, lo golpea la certeza de que su vida ha dejado de pertenecerle al carecer de todo sentido y al no poder abrigar esperanza. Todo lo que Sísifo posee se encuentra en el tiempo presente en el que empuja la roca hacia la cima, sus músculos son minerales que se alternan con los de la roca sin mañana. La vida de Sísifo está en el trillado sendero que recorre y, como si su gozo y su dolor se manifestaran de pronto en el cuerpo de sólida forma y no hubiera más lamento que implorar ni más lágrimas que llorar, la roca le responde con un silencio eterno que también lo aprisiona.

El destino silencioso de Sísifo se encuentra cubierto de mortajas, antes de todo, el héroe tiene que resolver el acertijo supremo de su existencia: ¿cómo asumir el absurdo bajo la incuestionable necesidad de ser a la que es orillado? Hallamos en el doctor Rieux a la figura trágica del hombre moderno asociado al carácter mecánico que implica la prueba y el fracaso consecutivo que a Camus le fascinaba imprimir en sus personajes. Rieux, en La Peste, asume que lo esencial en la vida es cumplir bien con su oficio, incluso en momentos en los que ser racional es una estupidez, él halla la certidumbre en el trabajo de cada día. Al imperar la peste en la ciudad sitiada, Rieux se ata a la gran roca de la muerte, a la condena ineludible de vivir y de perderlo todo viviendo. Así es como el doctor Rieux deviene en Sísifo cuando discute con su compañero J. Tarrou:

―Sí ―asintió Tarrou―. Puedo comprender. Pero sus victorias serán siempre provisionales, eso es todo.
     Rieux pareció ensombrecerse.
―Lo sé. Pero no es una razón para dejar de luchar.
―No; no es una razón. Me imagino ahora lo que debe ser esta peste para usted.
―Sí ―dijo Rieux―. Una interminable derrota (v. I 299).

Frente a la desmesurada muerte de los enfermos, el médico camina sobre una suerte de pendiente infinita que lo regresa una y otra vez a su lugar de partida. Este recurso existencialista demanda el divorcio absoluto con la teleología cristiana (teo-teleología) y en su lugar sitúa el rastro mecánico de la existencia. Sin embargo, ¿en qué punto podemos afirmar que, una vez destituido el plan de la divinidad y sus valores por un mundo mecánico, el hombre (Rieux-Sísifo) tiene la posibilidad de ser moralmente libre?, y una vez admitido el sin sentido, ¿cómo puede decidirse ser feliz? Echando mano de la tesis clásica que Max Scheler llama “ateísmo postulativo de la seriedad y de la responsabilidad” (Scheler 1959, 70), tenemos que es asequible que en sentido teorético se justifique un fundamento del mundo a pesar de que no sepamos nada evidentemente; lo decisivo es que dicho fundamento no puede existir en razón de evadir la responsabilidad, la libertad, el proyecto; en suma, el sentido relativo de la existencia humana. Si se apuesta por un fundamento (Deux ex machina) que invierta las características enumeradas, el hombre no tiene más remedio que asumir un destino histórico y personal que traza su anulación como persona. El embate existencialista transita sobre la vena del reconocimiento de la fuerza intrínseca de la sensibilidad absurda que reconoce el mecanismo vital positivamente, es decir, como instrumento de sus decisiones soberanas, de las que sólo él es responsable. Es por ello que Camus se atreve a afirmar llegando al final de su obra sobre el mito: “todo el gozo silencioso de Sísifo está en eso. Su destino le pertenece. […] la lucha por llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre” (v. II 294). En otro sentido, el doctor Rieux recuerda que la alegría propagada al finalizar la historia está permanentemente amenazada, pues “el bacilo de la peste no muere ni desaparece nunca, únicamente aguarda con la intención de despertar de nuevo”(v. I 464). Finalmente, en ciertos días, descender por la inclinación puede ser doloroso pero también habrá momentos en los que pueda hacerse con gozo.


“Todo el secreto de la vida se reduce a esto: no tiene ningún sentido, no obstante, cada uno de nosotros se lo encuentra” (Cioran 2004, 11). Esta intuición acentuadamente contemporánea de Emil Cioran entrecruza las dos sensibilidades constitutivas de nuestra época, a saber: la absurda y la indiferente. El enunciado abriga la idea de que la vida no posee ningún valor intrínseco que justifique un imperativo, adaptándose a la condición de Sísifo y a la noción existencialista de libertad, se sitúa en la decisión individual del hombre desde donde gravita todo sentido probable. Por otro lado, Narciso obsesionado consigo mismo, se encuentra imposibilitado de abrir el sentido a una comunidad; en el camino hacia su realización debe competir contra otras mónadas clausuradas para no dimitir, es decir, para no renunciar a su exitosa soledad. El enunciado valorativo debe despreciarse por la experiencia; la vida contemporánea es a-valorativa y a-teleológica, pues la apuesta del tiempo Sísifo-narcisista destituye su heteronomía preconcebida por el derecho de ejercer el presente. Nos hallamos en el momento de procurar invertir la condena de Sísifo y de distraer el delirante ensimismamiento de Narciso transformando el paradigma temporal de Cronos por el de Aión y, asumiendo del mismo modo, el imperio de la grieta que el lenguaje del inconsciente pueda instaurar.

Gilles Deleuze afirma que el juego puro es el juego ideal porque en él no hay reglas preexistentes; cada tirada inventa para sí sus propias reglas, el conjunto de tiradas compone toda la afirmación del azar, de modo que cada tirada es cualitativamente distinta de las otras. En un juego así no hay vencedores ni vencidos, al no ser regido por el azar mecánico de las consecuencias de la destreza sino por el azar absoluto, el juego ideal sólo puede ser pensado como un sin sentido, es decir, desde el inconsciente del pensamiento puro. El juego sin victorias puede resultar aburrido a menos que se trasmute lo categórico a lo problemático, a la pregunta insistente del sentido sin una respuesta dominante. En una fabulosa escena de Sopa de ganso en que Groucho Marx cuestiona a Chico Marx, el artilugio ideal comienza a funcionar:

─¿Qué es una cosa que tiene cuatro pares de pantalones, vive en Filadelfia y no llueve sino diluvia?
─Muy bueno. Le doy tres minutos.
─Vamos a ver; cuatro pares de pantalones, vive en Filadelfia… ¿es macho o hembra?
─No, creo que no.
─¿Está muerto?
─¿Quién?
─No lo sé. Me rindo.
─Yo también.

En el juego ideal la aventura contemporánea de Sísifo se ramifica; a su decisión existencial de sentido se le suma la insuflada multiplicidad de posibilidades azarosas. Sísifo es libre, sin embargo, vacío de cualquier determinación de libertad. El jugador puro, suicida, condenado, narcisista o enfermo, abandona la congruencia del juego que le dicta dominar, apostar o ganar para inclinarse sobre la gran distribución nómada del azar. Al finalizar El extranjero, la sensibilidad absurda de Mersault es portadora de la última dignidad del condenado: morir invirtiendo el imperativo de Dios que prescribe el arrepentimiento y el deseo incondicional de conservar la valiosa vida. El cura que hace la visita habitual al procesado le exclama: “¡No, no puedo creerle! ¡Estoy seguro de que ha llegado usted a desear otra vida!” (v. I 180), no obstante, Mersault, el jugador ideal, disiente, pues todavía es capaz de sentir la afirmación de su felicidad a pesar de la “indiferencia tierna del mundo”.

 


Bibliografía:
Camus, Albert: Obras completas, I-II. Aguilar, México, 1959.
Cioran, Emil: El crepúsculo del pensamiento. Nueva Imagen, México, 2004.
Deleuze, Gilles: Lógica del sentido. Paidós, Barcelona, 2005.
Lipovetsky, Gilles: La era del vacío. Anagrama, Barcelona, 2002.
Plath, Sylvia: Cartas a mi madre. Grijalvo, Barcelona, 1989.
Safranski, Rüdiger: Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía. Tusquets, México, 2008.
Žižek, Slavoj: El sublime objeto de la ideología. Siglo XXI, México, 2010.

 

Ilustraciones:

Sylvia Plath y Ted Hughes www.brainpickings.org
Albert Camus www.wordpress.com
Scanner Fear 2 www.freeimages.com


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Canek Sandoval (Oaxaca, Oaxaca 1988). Estudió Literatura y Filosofía en la Universidad Veracruzana. Recientemente ingresó al posgrado en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México. Además de colaborar como reseñista en numerosos diarios digitales (estado20; RIOaxaca; Página3), ha escrito para las revistas Avispero, Líder, Nuestramericana, Koiné, Ciclo Literario, Trama y Miseria. Como ensayista, destacan los premios que obtuvo en los concursos Retos y Perspectivas de la Filosofía Ante la Crisis Mundial (Observatorio Filosófico de Colombia, 2011), Protección de Datos Personales (IFAI Oaxaca, 2011) y Caminos de la Libertad (Grupo Salinas, 2012). Está antologado como cuentista en Cartografía de la Literatura Oaxaqueña (Almadía, 2012). Lleva el blog <www.girasom.blogspot.mx>.

 

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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