—Para ella, ravioli al pomodoro y para mí, espagueti con albóndigas. Vino tinto. Choque de copas. Cata. Miradas. Besos. Planes a futuro. El próximo viaje a Alaska. La remodelación de su departamento. La compra del nuevo coche. El arribo del mesero con los platillos. La servilleta de tela en las piernas. La toma de los cubiertos; la regla: de afuera hacia adentro. El tenedor se clava en las pastas. Degustan. Comparten. Se sienten La Dama y el Vagabundo. Están enamorados. De pronto, un grito capaz de romper el tímpano más guerrero. Escándalo. Los clientes sienten asco. Reclamos. Pisotones, pisotones y más pisotones. No la alcanzan. Ella se aproxima a la meta: un agujero al final del restaurante, su hogar. Corre, corre y corre. Merece la medalla de oro. Está a punto de reventársele la panza por el esfuerzo. Si la hubiesen decapitado, habría vivido sólo nueve días más. Siempre es lo mismo con ella. Su madre le ha dicho que no salga a buscar comida a las tres de la tarde. El restaurante de comida italiana está a reventar y los clientes pueden verla. Le grita hasta el hartazgo que sea discreta. Puede salir en la noche cuando el chef y sus pinches pinches se hayan ido. Y el vigilante ronque. Antes, ni pensarlo. Pero... ella no entiende. Es una damita y las damitas no salen de noche. Es la reina también. El año pasado ganó el concurso a la más bonita del agujero. Sus amigas son americanas y ella australiana. Las americanas sólo miden 10 milímetros y todas están uniformadas de café, no hay diferencia. Ella mide doce y puede transformarse de café a negro. Ella pone hasta quince huevos. Las otras sólo la mitad. La altura, la mutación y la fecundidad le dan poder. Y claro, la clase. Mientras que las primeras se alimentan de comida fermentada, ella sólo consume plantas y... chocolates; es una vegetariana en ciernes. Hasta en las cucarachas hay niveles. Había llegado con su madre en vuelo directo desde Australia. Una vez instaladas en el aeropuerto, buscaron dónde vivir. Una jardinera, afuera de un restaurante, era el lugar ideal para dos cucarachas de su tipo. Sin embargo, por las redadas de insecticidas y fumigadores de las que eran víctimas, tuvieron que cambiarse a un agujero y convivir con las americanas. No había de otra. Ella se contonea a la menor provocación por todo el restaurante. No le importan las señoras fufurufas de alcurnia que acuden al mismo y gritan cada vez que la ven. No hay diferencia entre ellas. Mujeres de cabello largo, altas, güeras. Hijas o esposas de algún empresario, cuyo rosario y léxico sólo está en el “güey”, “pinche gato”, “haz el cargo a mi tarjeta”, “pide mi coche, imbécil”, “si no me das la mesa que te pido, te cierro tu negocio”. Mexicanas venidas a más. Ella es australiana, extranjera, pues. Y además... viuda. Dos semanas atrás decapitaron a su esposo, porque éste salió a buscar comida mientras el chef cocinaba, el último le dio un cucharazo y lo dejó sin cabeza. Agonizó ocho días. La dejó con catorce hijos mestizos, quienes están a cargo de su abuela. Su madre no puede cuidarlos, es joven aún, tiene 333 días de vida. Organiza robos de chocolate en las tardes. Su deporte favorito. Siempre pide que algún macho del agujero la acompañe. El que sobreviva a los sartenazos, cucharazos, pisotones e insecticidas, gana una cita con ella. Sólo uno de cada veinte sale victorioso. Aunque al día siguiente sólo reciba un “gracias por participar”. Tarde de invierno. Otro robo. Nadie la quiere acompañar. Más bien, ningún macho está vivo. Ella se los acabó con tanta aventura. Puede ir sola, ya lo ha hecho antes. Entra a la cocina, se contonea y burla a un pinche pinche. El chef la busca por todos lados con su sartén en la mano. Sube hasta la caja de chocolate. Toma la migaja de un belga, su preferido. Lo mastica. Quiere escupirlo. Piensa que seguro está echado a perder. Se retuerce como tlaconete con sal. Y nunca más regresa al agujero...
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