Me levanté de la cama y me quedé mirando por la ventana del hospital. El sol era increíble y el cielo celeste, sin nubes. Los puestos del parque levantaban sus chapas verdes, oxidadas. Después de un rato me dieron ganas de fumar un cigarro y de estar sentado en el pasto tomando una cerveza fría. Sentí mi espalda transpirada y mi piel grasosa. Caminé descalzo sobre las baldosas del pasillo y volví a la cama; me tapé hasta el cuello y me quede mirando a mis compañeros de sala y la bolsa transparente del suero que tenía el plástico inflado y bien cargado. Era mi último día en el hospital; estaba desesperado por irme, por salir a la calle y respirar otro olor, dejar de ver gelatinas y puré de zapallo con bifes quemados y vasos de agua; estaba esperando que entrara mi viejo por la puerta blanca y me dijera que me cambiara, que nos íbamos a casa. Compré unas fichas para la televisión y encontré un recital de Led Zeppelin, nadie lo miraba. Eran casi las doce y me tocaba comer; en la sala estaban todos despiertos: ruidos, gritos, y quejas de dolores. El recital de Zeppelin estaba terminando. Una enfermera pasó por mi cama y me dejó un plato blanco con un pedazo de pollo sobre la mesa de chapa, y claro, sin olvidarse de la gelatina de naranja de todos los días. Cuando estaba terminando de comer apareció mi viejo, tenía una remera negra y un pantalón de vestir color azul; traía en su brazo izquierdo una bolsa blanca que tenía dibujado el logo de Adidas. Me saludó con un beso en la cabeza y me dio la bolsa, me dijo que me vistiera rápido, que teníamos que firmar mi alta y nos íbamos a casa. Me fui al baño y traté de sacarme la ropa lo más rápido posible, el yeso blanco hacía todo más difícil. Un tendón roto y una arteria sutura, eso me llevaba como recuerdo en el brazo derecho. Después de un rato caminamos los dos juntos por el pasillo del hospital. El camino a la puerta me parecía infinito. Cuando salimos a la calle el ruido de los autos me aturdió, las luces y las bocinas. Decidimos ir a la pizzería Kentucky, justo enfrente del hospital. Entramos y elegimos la última mesa, alejados del resto de la gente. Todavía tenía en mi cabeza la idea de una cerveza fría y un cigarro. El mozo se acercó y nos preguntó qué íbamos a tomar. Mi viejo pidió un café cortado con dos medialunas de manteca; yo tardé unos segundos en decidir, y mientras miraba los ojos marrones y caídos de mi viejo y el reloj de su muñeca izquierda, me decidí y pedí un té. Nunca me pareció buena idea beber delante de él, siempre termino soltando la lengua.
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Leandro Lozano (Buenos Aires, Argentina, 1983). Periodista y escritor. Colabora en las páginas de rock Al borde del tiempo, Indiehoy y Culto al magazine. Ha publicado poesía en diversos blogs de España. Todo es una mierda (La polla literaria, 2014) es su primer poemario. Actualmente trabaja en un libro de relatos breves titulado Podría haber sido peor.
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