1.

Al comenzar sus Confesiones, San Agustín se pregunta qué es lo primero: la invocación o la alabanza¹. Es decir, ¿qué es primero: llamar a la presencia o celebrarla? Lo primero supone la ausencia del objeto; lo segundo, su presencia. Pues llamar es intentar traer lo que está ausente, en cambio celebrar supone la presencia de lo celebrado. Cuando la celebración se lleva a cabo en ausencia del celebrado, ¿no es más bien una invocación?

san-agustn-discutiendo-con.jpg¿Qué es primero? Pero, ¿primero respecto de qué orden? Ese primero ha de hacer referencia al texto mismo que inicia. ¿Qué es lo primero en una confesión? Lo que nos conduce a una pregunta previa y no preguntada en el texto: ¿qué es una confesión? Según las pistas del libro, confesar es “obrar la verdad” en el corazón². Y ese obrar, ese trabajo del sujeto consigo mismo (en su corazón), es sacar a la luz lo oculto. “El que obra la verdad viene a la luz.”3 Es decir, pone ante otros lo que sólo le es presente al sujeto en su interior: exterioriza al sujeto, lo lanza al lenguaje. Es quien obra la verdad quien sale a la luz; es el sujeto que se confiesa quien sale a la luz en sus palabras. Este obrar la verdad en el corazón que es exteriorizarlo, lanzar a la luz la verdad del sujeto, tiene como propósito excitar el amor del invocado (Dios) hacia el que confiesa.4 Es decir, busca que Dios acceda a presentarse en el corazón del sujeto, busca que Dios esté presente, en adelante, en su corazón; busca, en fin, erradicar la ausencia. La confesión es una búsqueda de la presencia. Es necesario, pues, que lo primero sea la invocación. En último término, invocar y confesar parecerían ser casi sinónimos.

Pero a la pregunta por lo primero añade San Agustín una tercera opción: conocer. ¿Qué es primero? Lo primero ha de ser invocar, llamar a la presencia a aquél que ha de escuchar la confesión. Sin embargo, este llamado presupone un conocimiento de lo invocado, pues si no se conoce lo que se invoca podría hacerse un llamamiento a cualquier cosa (el demonio, por ejemplo). Lo primero ha de ser, entonces, el conocimiento, pero ¿cómo puede conocerse lo que no se ha traído a la presencia? Conocer requiere el acto (riesgoso) de invocar. La invocación del creyente es, entonces, búsqueda del ausente (no conocido) que quiere traerse a la presencia por medio del lenguaje de la fe (lenguaje verdadero). “Es la fe la que invoca.”5

La invocación se lleva a cabo mediante el lenguaje, porque el lenguaje es el modo de aparecer de Dios. La creación es su palabra. Dios se manifiesta mediante la palabra.

¿De qué modo hiciste, Dios, el cielo y la tierra? Bien cierto es que no hiciste el cielo y la tierra ni en el cielo ni en la tierra, ni tampoco en el aire ni en las aguas, porque también estas cosas son parte del cielo y de la tierra. Tampoco hiciste el mundo en el mundo, porque no había dónde hacerle, antes de hacerle para que existiese. Tampoco tenías cosa alguna en tu mano de donde pudieras formar el cielo y la tierra. Porque, ¿de dónde podía proceder aquella materia que tú no habías creado, para poder hacer algo con ello? ¿Puede existir algo si  no es porque tú existes? Por tanto, hablaste tú y fueron hechas las cosas. Con tu palabra las creaste.6

Toda la creación es palabra de Dios. El sujeto que invoca es, también él mismo, palabra de Dios. Por lo que en la invocación, la palabra de Dios busca traer a Dios a la presencia, pero Dios ya está presente en su palabra. Dios es, por tanto, principio y fin de la invocación. Como dice Angelus Silesius:

Para encontrar mi último fin y mi inicio,
Debo buscarme en lo que Él es: luz en la luz,
Palabra en la Palabra, Dios en Dios.7

El sujeto, que es creado mediante la palabra, ha de traer a la presencia al objeto, que es la Palabra, mediante la palabra misma. Palabra en la palabra: único modo de traer a Dios a  la presencia. El sujeto se encuentra, entonces, ante una presencia que está ya presente en la palabra y todavía ausente; ante un Dios que está en todas partes y que, sin embargo, ha de ser traído a la presencia para escuchar la palabra que está dentro de él.



2.

¿Cómo podría la fe, por medio del lenguaje, traer a la presencia lo que está ausente? Si el sujeto, el que invoca con fe, es creado por Dios, entonces Dios está en él, pues está presente en toda su creación. Lo buscado está ya presente, pero es interno y ha de ser exteriorizado para que sea realmente presencia. Ha de ser puesto como el escucha de una confesión, tiene que ser un Otro exterior al que habla. Puesto que Dios está ya en él, el sujeto, para realizar la exteriorización, ha de buscar la presencia en su interior, ha de echarse un clavado hacia sus adentros en busca del objeto perdido. Lo que la fe realizaría, en el lenguaje de la confesión que invoca, sería entonces la visión del sujeto hacia su interior. El creyente ha de poder encontrar a Dios en su interior.

Si Dios está presente ya en el interior del sujeto, ¿por qué invocar a lo que ya está presente como si estuviese ausente?: “¿Adónde te llamo estando yo en ti, o de dónde has de venir a mí? ¿O a qué parte iré fuera del cielo y de la tierra para que de allí venga a mí mi Dios, que dijo: Yo lleno el cielo y la tierra?”8 Si Dios está ya presente en el interior del sujeto, pero éste no puede encontrarlo sino sólo mediante un trabajo (lingüístico) que dé cuenta de su fe, lo que se denota aquí es que hay una falla en el sujeto. Una falla de transparencia o una oscuridad implícita. Él no puede acceder a sí mismo sino sólo mediante un trabajo de exteriorización en el lenguaje. De ahí que el sujeto anterior a la confesión sea descrito constantemente como un “profundo abismo”.

san-agustn---sandro-botticcelli.jpgSan Agustín formula una pregunta clave que deja sin respuesta: ¿Está Dios contenido por entero en su creación o siempre queda algo que sobra? Si Dios resta de su creación porque nada puede contenerlo, ¿entonces es ese resto lo que se invoca? Dios se vive como una paradoja: es lo completamente presente que, sin embargo, está ausente. Él está presente en su creación, está ya presente en la palabra misma del sujeto que lo invoca y, sin embargo, hay un resto de él que no termina de aparecer y que ha de ser invocado. ¿No será que, como dice Barthes: “Yo, siempre presente, no se constituye más que ante , siempre ausente”9? Ese resto que no termina de aparecer, ¿no es el sujeto mismo, su posibilidad constitutiva? Es decir, que la ausencia de Dios posibilita la existencia del sujeto como hablante que conforma su discurso siempre en torno de una ausencia.

El sujeto, pues, tiene una falla tenebrosa y se confiesa para acceder a su propia transparencia ante un Dios que, estando siempre presente, está ausente en tanto que él es un sujeto tenebroso. El sujeto que no ha realizado el trabajo de la verdad mediante el discurso es ese sujeto tenebroso para el que Dios está ausente. Pero es, sin embargo, sólo en esa tiniebla donde ese sujeto se constituye como tal y configura el propio discurso de la confesión. Este sujeto de las tinieblas no puede tener acceso a Dios sino sólo hasta que, deshaciéndose de sí mismo, se hace transparente. Lo que busca el sujeto de la confesión es acceder a sí mismo por completo, que no quede un resto, para que Dios acceda así a la total presencia. Ese yo (tenebroso, abismal) que para constituirse necesita la ausencia del Otro (Dios en este caso), busca que el Otro acceda a la presencia y, por lo tanto, tiene que exteriorizar su yo, disgregarlo en el lenguaje de la confesión que lo hará totalmente transparente y que, en consecuencia, eliminará su subjetividad (que mientras no sale a la luz de la conversión es abismo, tiniebla, oscuridad10). Acceder al Otro a través de sí mismo significa, entonces, deshacerse a sí mismo. Hacerse transparente para sí mismo y para el Otro es volcarse hacia el exterior, acabar con toda intimidad, con toda propiedad del sujeto. 

San Agustín se dice a sí mismo: “¿Dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas delante de mis ojos, pero yo me había alejado de mí mismo”.11 Según las palabras de San Agustín, Dios no puede ser encontrado cuando uno está lejos de uno mismo. Si el sujeto se aleja de su interior se aleja de Dios. Alejarse de uno mismo es ausentarse, es, pues, invertir la relación con Dios, que es el ausente por excelencia. “Dirijo sin cesar al ausente el discurso de su ausencia; situación en suma inaudita; el otro está ausente como referente, presente como alocutor.12 Invertir, pues, el papel y ponerse uno mismo en el lugar del alocutor, que no responde ya a la palabra de Dios, es lo que significa alejarse de uno mismo. El sujeto no responde porque no escucha, pues lejos de sí no tiene oídos, y al no escuchar termina por olvidar. El sujeto que se ausenta de sí mismo y se convierte en el alocutor de Dios olvida a Dios. En ese olvido Dios se le presenta entonces como lo ausente, pero no es más que la ausencia del propio sujeto que ha dejado de dirigir su discurso a Dios, que se ha desplazado desde su lugar de locutor (alabador) hacia el de alocutor (sordomudo).

Hay aquí una contradicción: el sujeto ha de ausentarse de sí mismo para que Dios acceda a la presencia y, sin embargo, la ausencia de Dios se debe a la ausencia del sujeto respecto de sí mismo. Lo que quiere decir que la ausencia del sujeto es a la vez causa de la ausencia y de la presencia de Dios. Baste por ahora el haber llegado a ella. Trataré de resolverla más adelante.

San Agustín se pregunta: “¿Por qué busco en qué lugar [del alma] moráis, como si en ella hubiese lugares?”13 Y se responde: “Entre tú y yo no hay espacio.”14 La paradoja de la presencia y la ausencia del objeto es lo que hace que Dios sea lo atópico. Dios es incalificable, está en todas partes y no ocupa lugares, no es abarcado por nada, siempre sobra. San Agustín reitera en repetidas ocasiones que la creación es para Dios algo innecesario, es decir un exceso, un gasto. Está siempre presente, ocupa todo lugar, y siempre sale sobrando. Está presente y no es inmediatamente accesible, por el contrario, al sujeto se le presenta como una ausencia, como una falla de la subjetividad misma. Por eso el lenguaje que conduce a él no trata sobre él, sino sobre el sujeto mismo, sobre lo tópico. La confesión que pretende traer a Dios a la presencia habla, precisamente, del interior tenebroso de la subjetividad y pretende así eliminar el espacio que hay entre lo tópico y lo atópico. No es, pues, un discurso objetivo o de conocimiento, sino un discurso de atracción. Pretende reducir la distancia atrayendo al Otro, volcándose hacia él. “Atópico, el otro hace temblar el lenguaje: no se puede hablar de él, sobre él; todo atributo es falso, doloroso, torpe, mortificante: el otro es incalificable.”15 



3.

“El lenguaje nace de la ausencia”16, dice Barthes. La confesión, el lenguaje de la confesión, surge de una ausencia que es doble: la ausencia del sujeto alejado de sí mismo y la ausencia de Dios en el sujeto. La confesión busca rellenar la ausencia, acercar los dos objetos que se han alejado. Y lo ha de hacer recorriendo minuciosamente la vida entera del sujeto. Éste ha de exponer todo su ser en un relato. La pregunta es si este relato mediante el cual el sujeto se expone es, como se dijo arriba, un discurso deconstructivo que, al lanzar al sujeto fuera de sí mismo, lo deshace, o si, más bien, este discurso es constructivo, otorga una identidad al sujeto con la cual puede presentarse ante Dios.

el_peregrino_querbico_-_angelus_silesius_1624_-_1677.jpgEl sujeto, mediante el discurso, se pone ante sí mismo, se ase a una identidad con la que puede identificarse, y así finalmente se encuentra. Pero no basta con encontrarse. El encuentro del sujeto consigo mismo ha de coincidir con el encuentro con Dios, pues buscarse a sí mismo ha sido sólo un recurso, el modo que ha encontrado para atraer a Dios a la presencia. La construcción de la propia identidad mediante el discurso no sólo consiste en presentarse ante sí mismo, acercarse pues estaba lejos, sino que se trata de un medio para ponerse frente al Otro. Que el sujeto se encuentre a sí mismo no es resultado del discurso, sino que el discurrir y el encontrarse son una misma actividad: en la confesión, quien se busca va apareciendo al mismo tiempo que la palabra que lo narra. Pero esta mediación o este proceso ha de llevar a otra cosa: al encuentro con Dios. Ese ponerse ante sí mismo que parecería ser una actividad constructiva es sólo la mediación para la deconstrucción. Una vez lanzado al lenguaje de la confesión, el sujeto busca expulsar su identidad tenebrosa hacia fuera, deshacerse de ella para quedarse sólo con la luz de la verdad obrada mediante el discurso. La identidad encontrada ha de ser, pues, rechazada. El discurso de la confesión, discurso verdadero que obra la verdad en el sujeto, es la mediación del sujeto para encontrar a Dios deshaciéndose de sí mismo.

Se busca traer de vuelta a la Palabra que es Dios. En toda palabra Dios es la Palabra, y no obstante, no está presente. Toda palabra es, pues, presencia de lo ausente. Hacer presente al que no está requiere entonces de un discurso especial. No en cualquier palabra se da esta atracción. Es sólo en el discurso verdadero donde la palabra deja de ser presencia del ausente para devenir palabra de la presencia (fe). El discurso verdadero es aquel que transparentando al sujeto a través del lenguaje lo deconstruye para que Dios sea Palabra en la palabra. El discurso verdadero por excelencia es, pues, la confesión.

La contradicción antes suscitada en la cual la ausencia del sujeto parecía ser a la vez causa de la ausencia y de la presencia de Dios, desaparece. La esencia del sujeto parecería ser la ausencia; ante la omnipresencia de Dios, él está siempre ausente, sobrando. Se ausenta si olvida a Dios, se ausenta también para atraerlo. La segunda ausencia sólo deconstruye la primera, pero el sujeto nunca llega a hacerse presente por completo, pues la confesión, el discurso por medio del cual se pone en presencia del Otro exteriorizándose, es, en realidad, una manera de deshacerse. Mediante este discurso, él ha de llegar a ser el locutor para un alocutor. Ha de llegar a ser el discurso de la alabanza de la creación y sólo puede llegar a serlo siendo él mismo la Palabra de Dios. Esto es, Dios permanece como el alocutor, puesto que nunca responde a la palabra del sujeto en un diálogo, él nunca llega a hacerse presente para el sujeto, sino sólo en el sujeto, usurpando su discurso. Por lo que el sujeto nunca accede a la presencia: él se convierte en el lugar de la presencia de Dios: el topos de lo atópico.

Dios es el sustento de la verdad de este discurso por el cual se elimina la ausencia. Dios fundamenta el discurso en tanto que el alocutor a quien va dirigido. Tanto el sujeto de las tinieblas (anterior a la confesión) como el sujeto deshecho (exteriorizado en el discurso) dirigen siempre su discurso a ese ausente en torno al cual se configuran como sujetos discursivos. El discurso falso (el que no obra la verdad en el sujeto) lo es porque da la espalda y pierde de vista a Dios. Sin embargo, este dar la espalda es ya una relación con Dios y el sujeto se ve determinado por ella quedando como un sujeto fallido, tenebroso, inquieto. Y es justo porque nunca sale de esta relación fundamental por lo que en algún “misterioso” momento se vuelca hacia sí mismo en la búsqueda de Dios. Es justo porque Dios es siempre esa ausencia presente por lo que en algún momento el sujeto puede recordar vagamente lo que ha olvidado y emprender la búsqueda. Una vez que ha emprendido la búsqueda del Otro a través de sí mismo es también ese objeto ausente quien fundamenta la verdad del discurso. El discurso de la confesión obra la verdad en el corazón del sujeto porque es un abandono de las propias tinieblas para acceder a la luz verdadera. Dios permanece como ese alocutor luminoso frente al cual el desesperado sujeto se despoja de sí mismo, se vacía, se desnuda, abriéndose por completo para eliminar todo espacio que los separe.17



4.

La actividad del sujeto es innecesaria como él mismo.  El sujeto ofrece a Dios un don innecesario: él no necesita ni el topos ni el discurso. Sólo el sujeto necesita volverse ese topos y ese discurso para eliminar la distancia dolorosa que lo escinde de la presencia de Dios y que lo hace sentirse escindido. La creación es un derivado, algo que le sobra a Dios que no necesita nada, un gasto. “A ti  se ha de pedir, en ti se ha de buscar, a tu puerta se ha de llamar. Sólo así se recibirá, así se hallará, así se abrirá la puerta.”18 La confesión del sujeto es, pues, también un exceso. Dios no lo necesita para ser, pues él es la Palabra que no necesita de la palabra humana. En cambio el sujeto sí necesita acceder a la Palabra para acceder a la verdad y la bienaventuranza, para dejar de ser ausencia. El discurso de la confesión es, pues, un exceso para Dios y una necesidad para el que confiesa. El sujeto es eso que excede de Dios, eso que se ausenta y que ha de encontrarse sólo para deshacerse, que ha de estar siempre ausente, siempre de sobra y que sólo ha de ser presente despojándose de su lugar para volverse el lugar de la presencia de Dios desde el cual Dios mismo recibe el discurso de la alabanza. Sólo en esta locución alabadora para el alocutor el discurso llega a ser realmente verdadero; sólo mediante la alabanza se da la coincidencia entre sujeto, discurso y realidad, pues el discurso de la atracción ha eliminado toda distancia y ha accedido a la presencia.



¹Cfr. San Agustín. Confesiones, p. 27

²Cfr. Ibid, p. 240

³Idem

4cfr. Ibid, p. 294

5Ibid, p. 28

6Ibid, Libro XI, p. 299

7Angelus Silesius. El peregrino Querúbico, edición de Lluís Duch Álvarez, Madrid, Siruela, 2005, pp. 64-65. El subrayado es mío.

8San Agustín. Op. cit, p. 28

9Roland Barthes. Fragmentos de un discurso amoroso, p. 45

10“También nosotros –criaturas espirituales en cuanto al alma–, una vez separados de ti, que eres nuestra luz, fuimos en otro tiempo tinieblas en esta vida.” (Confesiones, p. 363)

11San Agustín. Op. cit, p. 108

12Rolan Barthes. Op. cit, p. 47

13San Agustín. Op. cit, p. 269

14Idem

15Roland Barthes. Op. cit, p. 43

16Ibid, p. 48

17La relación entre el confesor y Dios se parece a la relación entre el paciente y el psicólogo descrita por Kierkegaard en El concepto de la angustia: “a la hora de confidencias, su silencio [el del psicólogo] ha de encerrar algo de seductor y voluptuoso, de tal suerte que los secretos confidenciales encuentran agradable eso de salir a la superficie y ponerse a charlar entre ellos en un ambiente de soledad y calma artificialmente conseguidas.” (cfr. Soren Kierkegaard, El concepto de la angustia, Madrid, Alianza, 2007, p. 109) Un buen ejemplo de ello aparece, por otra parte, en la cinta Persona,de Ingmar Bergman.

18San Agustín. Op. cit, p. 402


Ilustraciones:
San Agustín discutiendo con los herejes. Jaume Huguet (1463-86). www.artehistoria.jcyl.es 
San Agustín (detalle). Sandro Botticelli (1445-1510). www.osanet.org
El peregrino querúbico. Angelus Silesius (1624-1677). www.bruto.muzaidin.com


Cristina Pérez Díaz (San Juan, Puerto Rico, 1985) estudia la licenciatura en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado en las revistas Viento en vela y Punto de partida.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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