La mano derecha era su mejor herramienta. Aprendió a tejer la palma antes que leer y escribir. De pequeño se cayó fracturándose los dedos de la mano izquierda y se acostumbró a trabajar utilizando los cinco dedos de su mano derecha. Aprendió de su abuelo los secretos del tejido de la palma, a buscar los insectos para molerlos y así obtener los colores para los diferentes artículos que elaboraba. Rojo, morado, negro, azul y amarillo eran el resultado de triturar en un molcajete a los animalitos que sólo se encontraban debajo de las piedras. Con cada uno de los dedos diestros tejía las tiras de palma y les daba la forma requerida: canastas, chiquihuites, sombreros, petates y sopladores para el anafre. Pero su pasión era elaborar juguetes, soldaditos, coches, caballos, perros, elefantes, amarra-novios y gorritos. En una ocasión, fabricó una feria completa con todos sus juegos, incluyendo la rueda de la fortuna, la plaza de toros y de gallos. Le gustaba pintarlos de rojo para llamar la atención de los niños. Era su color favorito y el más difícil de lograr por el tipo de insecto del que lo extraía. Los demás colores los obtenía de los bichos grises, pero el rojo provenía de los blancos, rarísimos, por cada veinte grises se encontraba un albino. Trabajaba con gusto bajo el rayo del sol y la mano izquierda era el apoyo de la derecha o servía para ahuyentar las moscas, hacerse aire con el sombrero o simplemente para sostener las tiras al cortarlas. La búsqueda de los insectos requería andar a gatas, levantar las piedras y atraparlos en su huida para echarlos en una bolsa. Levantó la piedra y no esperó a que salieran corriendo dispersos, metió la mano derecha y sintió un piquete en el dedo índice. Un dolor intenso le recorrió el cuerpo. Abandonó la búsqueda, fue a su casa y se acostó, preso de la fiebre, en el petate. El dedo se le puso amarillo, después rojo y al rato ya estaba morado. Con sus últimas fuerzas caminó los cinco kilómetros que lo separaban del siguiente pueblo y del doctor. Al entrar a la clínica el dedo estaba hinchado y negro como un pedazo de carbón. El doctor le administró un antibiótico, anestesia y, sin más remedio, le amputó el dedo. Se acostumbró a trabajar con cuatro dedos, siendo el pulgar el apoyo para los otros tres. No fue capaz de aprender a usar la mano izquierda, ni siquiera lo intentó. En su familia todos eran diestros y ser zurdo significaba el desprecio. A uno de sus primos le amarraron la mano al descubrir sus habilidades siniestras porque lo consideraron inepto para cualquier trabajo y contrario a la ley natural de Dios. Mantuvieron su mano amarrada durante doce años hasta que aprendió a usar la derecha. Después se suicidó. Una mañana, el tejedor se levantó con un dolor en el dedo medio. A las doce del día el dedo estaba amarillo y le dolía más. Para el atardecer era rojo amoratado y en la noche estaba negro. De madrugada le amputaron el dedo medio de la mano derecha. A los tres días pasó lo mismo con el dedo anular y, una semana después, el meñique fue separado de la mano. Su trabajo se redujo a cortar las tiras de palma. Con la torpe mano izquierda empuñaba el machete y lo dejaba caer con poca fuerza. El muñón conservaba el único dedo sano: el pulgar. Tal vez por su lugar en la mano no resultó infectado como los demás dedos, pero era imposible tejer así. Las palmas estaban muy secas y se movían a cada golpe del machete. Enojado, usó el muñón para sostener las tiras y el golpe fue a dar directamente al pulgar cortándolo y tiñendo las palmas de un rojo intenso.
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