CUENTO / abril-mayo 2022 / No. 98

Máquinas de tiempo




David supo que quería ser escritor antes de saber lo que significaba, y esa sería su ruina. Él la aceptaría feliz. Iría corriendo hasta los lápices y las plumas, volcando sus historias en cuadernos, algunos pequeños versos entre cada una, hablando de las estrellas, de la noche, de sus padres, aunque no sabía si ellos querían ser parte de sus sueños.

Esa misma mañana en que supo que quería ser escritor, le dijo a sus padres, les enseñó los cuadernos, las pequeñas historias en las que los había incluido. Sonrió el doble de lo feliz que era, sólo para que alcanzara para ambos, y quizá habría sonreído más de haber podido, pero ya no era anatómicamente posible.

Sus padres se miraron sabiendo que la desgracia que tenían enfrente ya no podía evitarse, que no habían hecho lo necesario para evitarlo. Ahora que lo pensaban, sentían que ellos habían participado en ese sueño, alentándolo con historias. La madre miró al padre, recriminándole el hablarle de su trabajo como si fuera magia, cuando lo único que hacía era contar números. El padre la miró reprochando todas las veces en que, a la hora de cena, sentados todos en el sillón de la sala, ella replicaba los diálogos de todos con quienes se había topado, haciendo pausas dramáticas, enfatizando los gestos que hacían, incluso imitando sus voces.

Pero ya se había hecho el daño y estaba en ellos la decisión de cómo habrían de remediarlo, o si acaso lo dejarían pasar.

Hijo, le dijo su padre, ¿sabes que los escritores hacen sus historias para el futuro?

David no entendió, pero la idea de que sus historias fueran, de algún modo, como una máquina del tiempo, le hizo quererlas aún más. Las había puesto cerca, pero no demasiado, no junto a él en el sillón, así que corrió hasta ellas y se cubrió las piernas con sus páginas, esperando que así fueran capaces de llevarlo a él también. Si era amable con ellas, quizá sus historias le regalarían el futuro.

No lo sabía, le contestó. Es genial.

No es genial, cortó su madre, alarmada al ser incapaz de desdecir a su esposo. Respiró profundo, casi tanto como se lo permitió su cuerpo sin toser, porque si tosía parecería que se atragantaba con lo que estaba por decir, y cualquier cosa que dijera sería terrible. Tus libros, lo que sea que llegues a escribir, no podremos leerlo. Ninguno de tus amigos podrá.

David tampoco comprendió eso. Él quería mostrarles sus cuadernos a sus amigos. Tan sólo había esperado a mostrárselos a sus padres primero, pero era una cuestión de orden, no de importancia o afecto. Sus padres habían estado antes en su vida, así que era justo que conocieran antes lo que él tenía que decir.

Ya se las enseñé hace un rato, les reclamó David, mirándolos como a unos niños.

Verás, le explicaron ambos, turnándose tiernamente para hablar. Si escribes ahora, tu libro será guardado en una bodega enorme, en cajas, en anaqueles. Nadie podrá leerlos. Tus historias serán para el futuro, así como las historias que leemos ahora, o de las que oímos ahora, fueron escritas hace cientos de años.

No es justo, reclamó David con justa razón. Es una tontería. Miren.

Sus padres miraron el cuaderno una vez más. Ahí donde David había puesto sus historias, no vieron sino las líneas del cuaderno, trazadas perfectamente, sin nada que decir entre una y otra. Lo único que permanecía ahí era el nombre, su nombre. Lo único que aún no contaba una historia, porque era muy joven aún, y no cargaba con todo lo que carga un nombre cuando se gasta.

No es posible, hijo, insistió su madre aún más tiernamente. Si escribes historias, sólo serán visibles mucho tiempo después.

¿Cuánto?, les preguntó. Sentía que la respuesta no iba a gustarle, pero era mejor saber. Quizá hasta podría escribir sobre ello. Haría historias para que los niños del futuro, al leerlas, pudieran escribir para el presente.

Diez años, le contestó su padre.

¡Era muchísimo! ¡Era más de lo que él llevaba con vida! Más que su vida misma, le pareció a David, pero sus padres eran mucho más viejos, tenían unos cuántos diez años más. La gente podría leer sus historias cuando él fuera como sus padres; sus hijos podrían leerlas. No era tan malo entonces.

Diez años es demasiado, les dijo. Pero soy fuerte y esperaré.

Ya no sonreía al doble, sino a la mitad, pero trataba de que eso fuera suficiente.

Su madre negó con la cabeza muchas veces. No quería que su hijo supiera. Su esposo le había dado tan sólo una larga, algo con qué entretenerlo, en lo que pasaba la vida.

Si quiere ser escritor, tendrá que saberlo, le dijo el padre a la madre cuando se quedaron solos. Sabían que David estaba escribiendo, en su habitación, con una pequeña lámpara que habían dejado para él en caso de emergencias. Seguramente, para David, escribir era la emergencia más grande de todas.

No podemos decírselo aún, le contestó la madre. Es bueno que le hayas dado largas, que le hayas dicho diez años nada más.

No le estaba dando largas, contestó él, muy serio. Quería decírselo ahí mismo, pero no supe cómo explicárselo. No fue que no haya querido, es que no pude.

¿Cómo iban a decírselo? ¿Cómo iban a decirle que lo que escribiera, cualquiera de sus historias, podría ser leído tan sólo hasta diez años luego de morir, cuando ya nadie pensara en él, cuando su nombre ya no significara nada excepto para quienes lo querían por cualquier otra cosa? No podían decírselo. Que la escritura está maldita. Que las historias son siempre para el futuro. Que el presente sólo lee páginas vacías, a las que trata de sonreír, en las que refleja unas cuantas palabras pero que no le dicen tanto, porque el pasado es tan grande y está tan lejos que los libros hacían de todo con tal de traerlo de vuelta. Porque su magia estaba ahí, en el tiempo.

David se quedó escribiendo toda la noche y las siguientes noches de aquel primer mes. Cuando sus compañeritos quisieran ver lo que él hacía, él taparía receloso sus cuadernos, y les diría: Aún no están listas.

Ellos pensarían que su amiguito estaba loco, que era un raro.

Su maestra les diría que su compañerito había decidido ser escritor.

Mi papá dice que a los escritores sólo los leen cuando están muertos, diría uno de sus compañeros, tratando de destruir su espíritu.

Pero David ya había empezado a escribir mucho antes de saber qué era la muerte. Eso no iba a detenerlo.





Daniel Centeno (Los Mochis, Sinaloa, 1991). Es licenciado en Psicología. Autor de No hablaremos de muerte a los fantasmas (Casa Futura Ediciones, 2021). Ha publicado en las revistas Luvina, Opción, Río Grande Review, Visor, Axxón y Punto en Línea, entre otras. Recibió el XXXV Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción, y obtuvo mención honorífica en el XVI Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola. Fue becario del FONCA (2017-2018) y del PECDA Jalisco (2020-2021) en Cuento.

 

Punto en Línea, año 16, núm. 110, abril-mayo 2024

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